PARA EL CAMINO

  • Dios tiene un lugar para ti

  • agosto 20, 2023
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • Notas del sermón
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Isaías 56:1, 6-8
    Isaías 56, Sermons: 2

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

    Una vez, un compañero de la escuela secundaria se atrevió a preguntarle a la profesora: «¿Para qué tenemos que estudiar historia?» Él pensaba que si la historia ya era ‘historia’, no nos resultaba de ningún beneficio. Para él era importante aprender las cosas prácticas para la vida. La profesora se rio un poco y le dijo: «Porque el ministerio de educación así lo pide en el programa». Pero luego le dio una respuesta más convincente: «Es para que sepamos de dónde venimos y conozcamos los grandes logros que le hicieron bien a la humanidad, y para que aprendamos a no repetir los errores que se cometieron en el pasado». El profeta Isaías entra en esa categoría de historia, pero no se queda ahí. Él nos enseña sobre la humanidad pero, sobre todo, sobre lo que está por encima de la humanidad, es decir, sobre Dios y sobre lo que Dios todavía tiene para decirnos hoy.

    Una de las cosas que aprendemos cuando estudiamos historia es que esta se repite. Surgen grandes imperios y potencias, y así como surgen, un día desaparecen, mientras que las guerras siempre están a la orden del día en alguna parte del mundo. ¡Pareciera que nunca aprendiéramos! La situación del pueblo de Israel también se repite metódicamente durante miles de años. Y así es con la historia de todos los pueblos en el mundo. Una de las cosas que tendríamos que haber aprendido es a no matar al otro y a no armar guerras. Sin embargo, seguimos haciéndolo y en proporciones gigantescas. En el año 2020, debido a lo que se ha llamado una «limpieza étnica», hubo una matanza de ocho mil bosnios en Europa. Y si miramos al pasado, encontraremos que las luchas étnicas permean la historia universal.

    En un momento de la historia antigua, el faraón de Egipto invitó a Israel y a su familia a dejar su tierra, donde escaseaba la comida, y habitar en su territorio. Así lo hicieron, y los descendientes de Israel se multiplicaron en gran manera y prosperaron en su trabajo. Pronto los egipcios comenzaron a sentirse incómodos y decidieron que los israelitas no debían estar mejor que los egipcios, así que los esclavizaron. Años más tarde, Dios liberó al pueblo de Israel sacándolo de Egipto y llevándolo a la Tierra Prometida. Pasado un tiempo, cuando Israel ya estaba establecido en Palestina y tenía un templo maravilloso construido por su rey Salomón, los asirios se los llevaron cautivos a Babilonia. Vale aclarar que esta vez no habían sido invitados, sino secuestrados. En Babilonia estuvieron a punto de sufrir una limpieza étnica total que fue frustrada gracias a la intervención de Ester, la esposa hebrea del rey asirio. Israel siguió viviendo en el exilio y prosperando. Pero también iban alejándose de Dios: los dioses babilonios eran convenientes, y de paso evitaban un conflicto religioso.

    Es en esa situación que el profeta Isaías escribe las palabras que estudiamos hoy. Dios llama a su pueblo a volver, y no solamente a su pueblo, sino también a los extranjeros, o sea, a los mismos persas y a las otras etnias que habitaban en las colonias hebreas. Cuando se corrió la voz de que Dios llamaba a su pueblo de vuelta a Israel, los extranjeros pensaron que se iban a quedar sin nada. Pero no todo el pueblo de Israel volvió a su tierra natal, sino solo un remanente compuesto por aquellos que permanecieron fieles al Dios de sus padres Abrahán, Isaac y Jacob. Y junto con ese remanente viajaron a Israel también gentes de otras etnias. Para ellos es este mensaje pues, por no ser judíos, pensaban que tal vez no eran bienvenidos a la tierra que le pertenecía solo a Israel. Pero Dios tenía otra idea. Su amor por las personas lo llevó a invitar a todos los creyentes, sin importar su etnia, a habitar en Israel.

    Notemos la invitación. Los versículos 6 y 7 dicen: «A los hijos de los extranjeros que me sigan y me sirvan, y que amen mi nombre y sean mis siervos; y a todos los que observen el día de reposo y no lo profanen, y se aferren a mi pacto, yo los llevaré a mi santo monte, para que se alegren en mi casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios serán bien recibidos sobre mi altar, porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos». Nadie tiene nada que temer, nadie debe pensar que es insuficiente o inadecuado, porque Dios es inclusivo. Dios no mira la raza sino el corazón. ¿Para qué? Para ver la fe que se traduce en obediencia a sus mandamientos, que practica la justicia, que se toma el tiempo de escuchar y estudiar la Palabra de Dios y que se aferra a su pacto. Esta última parte es la más significativa. La invitación de Dios es para todos los que se aferran a su pacto. ¿Cuál pacto? El pacto de que él será el Dios de ellos para siempre. Trayéndolo a nuestros días, podemos decir que la invitación de Dios es para todos los que nos aferramos al pacto que Jesús selló en la cruz el Viernes Santo. Por medio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios selló su pacto de misericordia con todos los que se vuelven a él, con los que se reconocen pecadores. Ese es el pacto del perdón de los pecados.

    La invitación que Dios hace mediante el profeta Isaías es para todas las etnias, para todos los que están lejos de la iglesia, cerca de la iglesia y dentro de la iglesia. Es para los que creen que tal vez Dios no quiere recibirlos ni recibir sus dones, sus ofrendas, sus oraciones o su adoración porque se creen o sienten inadecuados. Pero cuando permanecemos en el pacto, cuando creemos que Cristo murió y resucitó por nosotros, el perdón de Dios nos hace adecuados para estar en su presencia.

    ¿A dónde nos lleva Dios con esta invitación? A su monte santo. Piensa en esto: ¡Dios nos lleva a las alturas! Ya no necesitamos estar arrastrándonos en nuestra miseria, en nuestros temores, en nuestras penas o en nuestros pecados, martirizándonos con nuestras frustraciones y desilusiones, y ni siquiera con nuestras culpas, porque todas ellas fueron pagadas por la sangre del Señor Jesús. En Jesús, Dios bajó a la tierra para tomar nuestras cargas y pecados sobre sus hombros, pagar por ellos y transportarnos a sus alturas donde encontramos comprensión, misericordia, paz y esperanza de vida eterna.

    Quizás te preguntes dónde están esas alturas, y quizás te sorprendas al escuchar que las alturas espirituales están al ras de la tierra. Porque el monte santo de Dios es su iglesia, y donde ella se reúne, sea en un templo, en una casa o debajo de un árbol, es un monte santo porque allí Dios está presente en su Palabra, en el Bautismo y en la Santa Cena y allí escucha nuestras oraciones. Es este pasaje de Isaías que Jesús cita ante quienes habían hecho del templo de Jerusalén una cueva de ladrones: «Está escrito: [dice Jesús] ‘Mi casa será llamada casa de oración'» (Mateo 21:13). Así como Jesús solía subir a un monte a orar, así Dios nos llama a subir a Él en la Palabra y la oración.

    ¿Qué propósito tiene Dios con esta invitación de traernos a su presencia? Dios quiere llenarnos de alegría. ¡Dios nunca es un dios aburrido! Cuando Jesús estuvo en la tierra a su paso iba sembrando admiración y alegría. En Juan capítulo 16 Jesús les dice a sus discípulos: «Ustedes ahora están tristes; pero yo los volveré a ver y su corazón se alegrará, y nadie les arrebatará su alegría. Hasta ahora nada han pedido en mi nombre; pidan y recibirán, para que su alegría se vea cumplida» (Juan 16:23, 24). ¿Observas cómo la alegría cristiana está relacionada a la oración en el nombre de Jesús? Es que es por causa de Jesús que podemos estar ante la presencia de Dios en su santa iglesia, y por su causa podemos orar como hijos amados a nuestro Padre celestial.

    Tal vez, estimado oyente, estés pasando por momentos de tristeza o de mucho dolor. Esto es normal en nuestro mundo pecaminoso. Las dificultades y las tribulaciones siempre nos salpican. ¿Cómo estar alegres cuando el diagnóstico médico no es para nada prometedor, o cuando los tratos injustos nos lastiman o lastiman a nuestros seres más queridos? ¿Cómo estar alegres cuando lloramos la muerte de alguien a quien amamos mucho? ¿Cómo hizo San Pablo para alentarnos, mientras estaba en la cárcel, con palabras como estas: «Regocíjense en el Señor siempre. Y otra vez les digo, ¡regocíjense!»? (Filipenses 4:4). Aun en la cárcel Pablo estaba en el monte santo, cantando himnos a Dios y escribiendo a sus hermanos en las congregaciones de Asia para animarlos en el Señor. Porque, cuando estamos en el Señor, el poder del Espíritu Santo nos eleva por encima de las penurias de esta vida.

    Cuando vamos al monte santo, esto es, a la reunión de la iglesia, lo hacemos con toda confianza porque Dios promete recibir nuestra inadecuación, nuestras oraciones y nuestras ofrendas. A Dios no le importa nuestra historia, si fuimos bautizados de bebés o si recién ahora llegamos a conocer su gracia. No le importa si venimos de una familia cristiana o si siempre fuimos como esos extranjeros que estaban con el pueblo de Israel en Babilonia. La promesa y las bendiciones de Dios son para todos los que reconocemos nuestro pecado y nuestra total y absoluta dependencia de Dios para recibir el estatus de santos mediante el perdón de los pecados.

    El mensaje de Isaías es universal y atemporal. Está dirigido a personas de todos los tiempos que aprendieron la fe, que vienen de familias que por generaciones adoraron al Dios Trino. Está dirigido también a los que, por causa del testimonio de esas familias cristianas, llegaron a conocer la misericordia de Dios. Isaías incluye además a todos los que no son creyentes, a los que no escucharon de la obra salvadora de Jesús, a los que prefieren quedarse en la chatura de una vida vacía antes que aventurarse a la vida eterna que Dios promete. Así dice Dios en el último versículo de nuestro texto: «Todavía habré de reunir con ustedes a otros que estoy por reunir». Es que Dios no quiere dejar afuera a nadie. Para los que no tienen fe, no les es posible disfrutar la bendición que recibimos los creyentes en el monte santo. Arrastrar a alguien a la iglesia no tiene la cordialidad de la invitación de Isaías. Dios promete que reunirá a otros junto a nosotros. Seguramente conocemos a personas que están batallando por un poco de alegría o por aliviar sus culpas o por encontrar algún propósito mayor en la vida. Nos toca ir a ellos para llevarles, antes que nada, nuestra compañía y nuestra atención a su situación de vida. También compartimos con ellos lo que Dios ha hecho con nosotros, la causa de nuestra alegría, y oramos por ellos para que Dios, en su misericordia, los reúna en Su nombre y bajo Su protección.

    Estimado oyente, si este mensaje ha despertado inquietudes acerca de tu fe, o si quieres saber cómo ayudar a otros a ver el amor de Dios en Cristo Jesús, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.