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PARA EL CAMINO
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Dice la historia que hace unos cinco siglos alguien «descubrió» este continente que habitamos y que llamaron América. Nuestro continente lleva el nombre de un señor que desde lo alto de un mástil gritó: «¡Tierra!» Y el resto sabemos más o menos cómo fue. Los descubridores se convirtieron en conquistadores y los conquistadores en dueños del continente. Es una historia triste, y más triste aun cuando leemos que entre algunas tribus de nativos casi siempre había un vendido, un traidor que ayudaba a los conquistadores. Tenemos también en esta historia a quienes vinieron a evangelizar, a su manera, a los paganos de estas tierras.
¿Por qué traigo esto a mi mensaje? Porque esta historia nos revela que en América había muchas tribus. No se encontraba el hombre solo, las personas no vivían aisladamente, sino que todas estaban próximas las unas de las otras, siguiendo la ley natural que Dios implantó en sus corazones. Somos comunidad antes que solitarios. Nos necesitamos unos a otros, no podemos procrear ni subsistir en soledad. Y porque formamos comunidades, necesitamos de una regla fundamental para subsistir en paz: amarnos unos a otros. Si siguiéramos esta regla sin fallar, si amáramos al prójimo como a nosotros mismos, no tendríamos prójimos opresores ni prójimos traidores y entregadores, ni prójimos conquistados ni prójimos oprimidos.
Pero la realidad es que no amamos al prójimo, y a veces ni siquiera a nosotros mismos, y por eso tenemos tantas dificultades en la comunidad a la que pertenecemos. Asumo que alguna vez escuchaste el mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo.» Esta es una excelente regla social que viene de Dios mismo (Levíticos 19:18). Dios sabe que este mandamiento es para nuestro bienestar personal y social.
¿Cuánto piensas en tu prójimo? ¿Cuántos prójimos tienes? ¿Los amas a todos? Te puedo dar un día entero para que pienses en respuestas a estas preguntas, y seguramente llegarás a la conclusión de que tus prójimos son demasiados y que definitivamente no los amas a todos como te amas a ti mismo. Somos selectivos, ¿verdad? Elegimos a quién amar y a quien cerrarle la puerta.
Que somos selectivos se muestra claramente en la parábola del buen samaritano sobre la que meditamos hoy. Los ladrones fueron prójimos hirientes, sin escrúpulos, avaros a quienes no les importó el prójimo al que atacaron. Pensaron que eran los dueños del hombre y de todo lo que él llevaba. No les importó despojarlo y dejarlo medio muerto. No solo fueron ladrones, sino traidores a su propia raza humana.
Y así, medio muerto como estaba, el sacerdote que pasaba por ahí en vez de visitarlo y atenderlo siguió de largo. El texto no da razones de por qué hizo eso. ¿No conocía el mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo»? Seguro que lo conocía, tanto él como el levita lo estudiaban todos los días. El levita hizo lo mismo. Los dos personajes que Jesús cita aquí eran los encargados de la religión de los israelitas. Sin embargo, desconocían la amplitud del mandamiento y no mostraron misericordia. No tuvieron compasión. ¿Será que no sabían quién era su prójimo? ¿Dónde se traza la línea en la cantidad de prójimos a quiénes amar y cuánto amor hay que dar y cómo se manifiesta ese amor? Dios, quien dio el mandamiento, no trazó ninguna línea.
Y ahí está el prójimo, medio muerto, despojado de todo. Él no puede dar nada, no está en condiciones ni siquiera de abrir los ojos. Si alguien no le ayuda, morirá en pocas horas. Entonces viene otro prójimo, un samaritano, que lo limpia, lo cura lo venda, lo lleva cargado sobre su hombro o sobre algún animal y lo entrega al cuidado de un posadero sin escatimar esfuerzo, tiempo o dinero. Él amó a un perfecto desconocido y le salvó la vida, dándonos a nosotros un ejemplo vibrante de lo que es amar al prójimo. Si hubiéramos estado allí con Jesús y los discípulos y el intérprete de la ley que abrió esta conversación con Jesús, seguramente habríamos visto a ese intérprete de la ley poniéndose colorado, ruborizándose no solo en la cara sino en todo el cuerpo. ¡Un samaritano! Al líder religioso de Israel Jesús le pone como ejemplo a un samaritano, al hereje que adora en otra parte y no en Jerusalén, al mestizo rechazado por los judíos por haber formado familia con no judíos. ¿Cómo es posible?
Parece ser que los líderes religiosos del pueblo de Israel habían trazado una línea entre aquellos a quienes había que amar según el mandamiento y aquellos a quienes no importaba hacerles bien porque no eran de su raza ni religión. Eso hicieron no según la ley de Dios, sino según su propio parecer.
Se me ocurre que nosotros no estamos lejos de ser como el intérprete de la ley que dialogó con Jesús, ni como los otros dos religiosos de la parábola que siguieron de largo. Nosotros también trazamos una línea con mucha facilidad y seleccionamos a quién amar. Y muchas veces cuando amamos, amamos mal y herimos más a quienes nos aman que a algún desconocido. ¿Cuántas veces vemos a alguien en necesidad y pasamos de largo pensando: es su problema, no el mío, o: no tengo los medios, no tengo tiempo, no lo conozco, y esgrimimos una amplia gama de excusas para no amar al prójimo.
La parábola de hoy no solo nos señala quién es nuestro prójimo, sino quiénes son los que cumplen la ley de amarlo y quiénes no. En otras palabras, quién es el prójimo bueno y quién es el prójimo malo. «De estos tres», preguntó Jesús, «¿cuál crees que fue el prójimo del que cayó en mano de ladrones?» La respuesta fue correcta, porque el intérprete de la ley no tuvo alternativa. Él conocía la ley, por eso no tuvo más remedio que decir: «El que tuvo compasión».
Tenemos que notar que Jesús no distingue entre prójimos buenos y prójimos malos. Jesús no hace ninguna distinción entre los hombres porque somos todos pecadores, y bueno es solo Dios. El hombre es malo, pecador desde nacimiento, por eso no puede ser bueno a la manera de Dios. ¿Recuerdas cuando el joven rico llegó corriendo al encuentro de Jesús y le dijo: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» Jesús le dijo: ‘¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie que sea bueno, sino sólo Dios'» (Lucas 18:18-19).
Así que, o somos prójimo para el otro, o no somos prójimo a la manera en que Dios lo espera. O mostramos compasión o somos traidores de la raza humana, indiferentes al sufrimiento del otro que, en definitiva, es nuestro propio sufrimiento, porque no podemos destruir la unidad, la proximidad de la raza humana que Dios creó. Así, estimado oyente, se nos amplía el círculo de personas a quienes amar. Pero no debe escapársenos el detalle de que amar es una acción que duele, que cura, que cuesta, que cambia al otro, que no escatima nada de sí mismo para mostrar compasión. ¿Conoces a alguien que tiene necesidad de un poco de compasión? Si no te alcanzan los dedos de las manos, anótalos en un cuaderno, de muchas páginas, porque a medida que avanzas, verás que la compañía de seres humanos que Dios puso a tu alrededor es casi infinita.
Traigamos esta parábola a nuestros tiempos. Los ladrones ya murieron. No nos interesa si recibieron su merecido o no, no nos toca a nosotros abrir juicio contra ellos. El levita y el sacerdote murieron. El buen samaritano está vivo y activo practicando la compasión, solo que ahora tiene nombre y apellido: se llama Cristo Jesús. El hombre asaltado sigue vivo también, se llama prójimo.
Cristo vino y se hizo hombre porque vio que todos estábamos jugando a ser humanos, no sabiendo bien cómo vivir. Algunos se hicieron ladrones y salteadores, otros quedaron medio muertos en el camino, otros se hicieron caritativos y atendieron al necesitado. Todos ellos, sin excepción, estaban en desgracia. Dicho de otra forma, todos caímos de la gracia, no importa qué personaje de la parábola seamos ahora. Jesús, quien fue tratado como samaritano y endemoniado (Juan 8:48) se acercó al prójimo, sin elegir a cuál. Jesús no hizo preferencia de a quién amar, a quién salvar, quién se lo merecía o no, no le importó vernos cuán muertos estábamos, sino que dejó todo lo que estaba haciendo para venir a servirnos. Jesús tomó la toalla y la palangana y nos lavó las heridas, no con vino y aceite sino con su propia sangre. Nos limpió de la herida mayor, de nuestro pecado que más que dejarnos medio muertos nos tenía condenados al infierno eterno. Por el pecado íbamos a ser condenados a cadena perpetua. Sin lugar a apelaciones.
Jesús nos vio y practicó la misericordia. Tuvo y todavía tiene compasión de nosotros. Nos levantó de la miseria de la incredulidad y nos llevó al posadero, que vamos a llamar iglesia aquí. Perdonó nuestros pecados sin preguntarnos nada, ni qué nos pasó ni que hicimos ni quién tiene la culpa de esto, nada. No practicó la compasión con nosotros porque seamos mejores que los demás, después de todo la verdad de que nadie hace el bien y nunca peca y de que solo Dios es bueno sigue estando vigente. Todos pecamos, y todos podemos llegar a ser beneficiarios, de pura gracia, de la bondad de Dios.
Estimado amigo, si Dios te ha dado el don de la fe, verás que hay un prójimo esperando tu compasión, o cinco, o veinte, o todo un barrio. Si tienes dudas de tener el don de la fe, confía en que Dios, mediante su potente Espíritu Santo te la dará. Su Palabra poderosa sigue vigente hoy. Su promesa, que vino mediante el profeta Isaías, sigue vigente con todas sus fuerzas hoy. Así te dice Isaías: «Así como la lluvia y la nieve caen de los cielos, y no vuelven allá, sino que riegan la tierra y la hacen germinar y producir, con lo que dan semilla para el que siembra y pan para el que come, así también mi palabra, cuando sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace todo lo que yo quiero, y tiene éxito en todo aquello para lo cual la envié.» Y Dios quiere, estimado oyente, sin ninguna duda, darte la fe que te hace hijo querido del Padre celestial. Recuerda, Dios no elige a quién amar, Dios nos ama a todos.
Si de alguna manera podemos ayudarte en tu camino de fe, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.