PARA EL CAMINO

  • Jesús restituye la fe y la salud

  • septiembre 15, 2024
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • Notas del sermón
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Marcos 9:14-29
    Marcos 9, Sermons: 7

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.

    Este es uno de los pocos pasajes bíblicos donde no solo la gente se asombra cuando ve a Jesús, sino que también Jesús muestra cierto asombro por lo que Él ve en las personas que lo rodean. Jesús y la multitud se encuentran, y las dos partes se sorprenden mutuamente. La multitud, que está en el valle y que se había reunido para curiosear ante un fenómeno que no siempre veía, se asombra de que Jesús apareciera adonde ellos estaban y corren a saludarlo. Tal vez, no esperaban que Jesús se hiciera presente. En ese momento había una viva discusión entre los amigos más íntimos de Jesús y sus enemigos más acérrimos. Esta era, verdaderamente, una reunión muy jugosa. Los discípulos, que habían salido tiempo atrás enviados por Jesús y con su autoridad a proclamar el reino de Dios, a llevar la paz a las familias de Israel y a expulsar demonios con autoridad, estaban ahora desconcertados porque no salía poder de ellos para sanar al muchacho endemoniado. Tanto tiempo con Jesús y todavía no se daban cuenta que no eran ellos los que tenían poder, sino que tenían que usar el poder y la autoridad de Jesús si querían luchar contra Satanás.

    Frente a ellos estaban los escribas, quienes después de haber visto tantas obras maravillosas de Jesús y de no haber podido ganarle ninguna batalla teológica, ahora se deben sentir felices porque los discípulos no pueden hacer el exorcismo que le habían pedido. Con esto, pensaban los escribas, se demuestra que Jesús es un falso profeta. Entre todos ellos está también un papá que ya no sabe qué hacer para salvar la vida de su único hijo. Un hijo único es la esperanza de vida para toda la familia. La desesperación de este papá ya llegó a su límite. Algunas veces su hijo se había salvado del fuego y de las aguas de lo que parecía una muerte segura. Su vida era un tormento diario. La esperanza de que los discípulos pudieran expulsar al demonio de su hijo se había derrumbado. En la escena tenemos a unos discípulos desconcertados e impotentes, a unos escribas radicales que veían con buenos ojos que los que seguían a Jesús fueran impotentes, a una multitud curiosa y a un padre con su hijo que representan la familia invadida por el poder de Satanás.

    ¿Y dónde está Jesús? Viene bajando del monte con tres de sus discípulos. Viene de haber vivido una experiencia única al transfigurarse frente a sus tres seguidores más cercanos. Pedro, Santiago y Juan cuentan que Jesús reveló su majestad y poder supremos en ese momento. Sus ropas encandilaban, su cara resplandecía. ¡Nunca habían visto a Jesús así! Ahora bajan al valle, a la realidad del pecado y de la miseria humana. En este encuentro en el valle se resume cuán bajo hemos caído los seres humanos, cuánto sufrimiento nos sobreviene, cuánta impotencia ante lo que no podemos controlar ni modificar, cuánta insolencia que nos lleva a discutir con otros lo que a nosotros nos parece que es mejor, como si fuéramos Dios. Cuánta gente, con morbosidad nos rodea. Toda esta escena no refleja otra cosa que el poder del pecado en el cual hemos nacido.

    Pero Jesús sabe todo esto. Él conoce nuestra realidad pecaminosa. Jesús ya bajó una vez de su majestad en los cielos, donde todo brilla y resplandece. San Pablo lo describe así: «[Jesús], siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo y tomó forma de siervo, y se hizo semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 1:6-8).

    Estando abajo, a la altura de los hombres, Jesús reclutó seguidores, tan pecadores como cualquiera, hizo milagros, sanó a muchos, demostró su poder y su buena voluntad de hacer el bien a las personas y no solamente para esta vida. Jesús predicó el arrepentimiento y el perdón que Él mismo compró para nosotros en una Cruz. Él fue contado entre los pecadores. En su experiencia terrenal, aprendió en carne propia el poder del pecado y la astucia del diablo que intentó con todas sus artimañas sacarlo del medio.

    La generación de la época de Jesús supo de todas las maravillas que Jesús hacía. Fue, en ese sentido, una generación privilegiada. Tenían en su medio al mismísimo Mesías enviado de Dios para traer las Buenas Noticias del reino de los cielos. Cada vez que Jesús hacía un milagro, muchos se preguntaban: ¿Quién es este que puede resucitar un muerto, o caminar sobre el mar o hacer que el viento y las olas se calmaran o hacer que un ciego de nacimiento pudiera ver? El mismo ciego sanado, del cual San Juan cuenta la historia les dijo a los fariseos: «Nunca se ha oído decir que alguien le abriera los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, nada podría hacer» (Juan 9:22-23).

    Cuánta fortuna vivió la generación en la que nació Jesús, con todo, el Señor se asombra, se sorprende de la dureza de los corazones. Jesús exclama con profunda frustración: «¡Ay, gente incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?» Son preguntas retóricas, por supuesto. Jesús no espera que alguien le responda. Es el estilo de Dios, que aunque sabe, a veces pregunta sólo para hacernos ver dónde estamos parados. Dios creador le preguntó a Adán, a quién no había visto después de que Adán y Eva desobedecieran a Dios, «¿Dónde andas?» Dios sabía dónde andaba Adán, pero quería, con esta pregunta, que Adán se preparara para el diálogo que siguió a continuación.

    Esta situación en el valle no fue la única situación en la que Jesús se siente decepcionado por la incredulidad de la gente, o por la dureza de los corazones, o por lo lento que son algunos para reaccionar a las Buenas Noticias de Dios. San Lucas cuenta que el día de su resurrección, Jesús camina con dos discípulos suyos y ellos ni lo reconocen ni entienden nada de lo que pasó en Jerusalén cuando Jesús fue arrestado, crucificado, muerto y sepultado. Y lo que los confundió más fue que algunas mujeres les habían dicho que Jesús había resucitado. Jesús reacciona con indignación y les dice: «¡Ay, insensatos! ¡Cómo es lento su corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, antes de entrar en su gloria?» (Lucas 24:25-26).

    Como los discípulos, como la multitud y como los escribas somos lentos, insensatos, tardos en creer las Buenas Noticias de nuestra redención. O, si las creemos, podemos flaquear como este papá que le dijo a Jesús: «Si puedes hacer algo, ¡ten compasión de nosotros y ayúdanos!» Y otra vez Jesús reacciona con fuerza y le responde: «¿Cómo que ‘si puedes’? Para quien cree, todo es posible.» Pero ni la torpeza de la pregunta ni la fe débil del papá le impiden a Jesús mostrar la compasión que Él le tiene a cada ser humano. Jesús manda a traer al muchacho y se encuentra cara a cara con el demonio.

    El pobre joven que tenía al diablo manejando su vida en forma brutal, sin ninguna compasión, ese joven que cargó con un trauma que lo dejó sordo, mudo y epiléptico desde que era niño, vería ahora, de primera mano, en su cuerpo y en su espíritu, el poder y la compasión de Jesús. El Señor le ordena al demonio que deje al muchacho y agrega otra orden para que nunca más vuelva a él. El diablo intenta una vez más un ataque final para terminar con la vida del joven. Tan brutal fue su reacción que la gente pensó que el muchacho había muerto. Pero no estaba muerto, fue más bien la calma que lo dejó quieto hasta que Jesús extendió su mano y lo restauró a la vida, a la familia y a la sociedad.

    Un aspecto que no podemos pasar por alto aquí es la promesa de Jesús: «Para quien cree, todo es posible.» Esta es una promesa también para nosotros. Para nosotros, aislados de Dios nada es posible, pero comunicados con Dios mediante la fe, tenemos acceso a la compasión, al amor y al poder eterno y poderoso de Dios. Como el padre del muchacho, también nos damos cuenta cuánto nos cuesta creer cuando las situaciones nos desesperan o cuando fracasaron todos los intentos de aliviar nuestro dolor. Como el padre, exclamamos ante Jesús: «¡Creo! ¡Ayúdame en mi incredulidad». Lo cierto es que no sabemos cómo creer, porque, en definitiva, la fe no es obra nuestra, sino del Espíritu Santo y de la Palabra de Dios.

    ¿Qué heridas nos acompañan desde hace mucho tiempo? ¿Qué traumas nos tienen acorralados con miedos y frustraciones? ¿Qué arrastramos en nuestro corazón y por qué no le traemos nuestro dolor y nuestras incertidumbres a Jesús? Estas no son preguntas retóricas, pero solo puedo responder por mí mismo. Reconozco que muchas veces he clamado como el papá del muchacho por más fe. Tal vez, ese sea el mejor reclamo que le puedo hacer a Dios. Cuando tenemos temores y desdichas, Dios nos invita a escuchar de Jesús las palabras: «Para quien cree, todo es posible.» Nos invita también a mirar a sus promesas, a estudiar su Palabra, a recordar los beneficios de nuestro bautismo y a alimentarnos con el cuerpo y la sangre del Señor Cristo en la Santa Cena. Cada vez que nuestra fe crece, podemos comprobar casi con sorpresa la paz que Dios nos da mediante el perdón de los pecados.

    En esta historia bíblica vemos con meridiana claridad el poder de Jesús sobre el diablo, y el amor que derrama mediante la compasión a los que sufren. Estimado oyente, si el tema de hoy ha despertado tu interés en aprender más sobre el Señor Jesús y su amor por ti, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.