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PARA EL CAMINO
TEXTO: Juan 5:1-9
Que la gracia del Padre, el hermoso sacrificio del Hijo, y la venida del Espíritu Santo sobre ti, abran tu corazón en este día para que abraces y atesores este mensaje que hemos preparado para ti con mucho amor. Amén.
Recuerdo que había una época en la que la sábila, o el aloe, servía para todo. Era como una moda de aquellos días en la que la gente plantaba aloe en sus casas, y se lo ponían en el cabello, lo tomaban en té, decían que era buenísimo para la piel, el estómago, para estar saludables. ¡Era bueno para todo!, decían.
Los latinoamericanos somos expertos en remedios caseros. Recuerdo que cuando era niño sufría mucho de infecciones y dolores intensos en los oídos, y para ello mi mamá me ponía gotas de jugo de cebolla. Honestamente, después de pasar por eso, no creo que funcionaba, pero mi mamá decía que eso era lo mejor para curar la otitis. Ni hablar del hilo en la frente, que te lo ponían para detener el hipo; o el aceite con bicarbonato y limón para el estómago. Por favor, no intenten nada de esto en casa, y traten siempre de hablar con sus doctores o investigar bien antes de usar algún remedio casero. No hagan como la canción de Celia Cruz que dice que tres gotas de agua bendita sirven para todo.
Sin embargo, hay gente que tiene fe en muchas cosas y que cree sin objeciones en el poder de algunos productos. El otro día comencé a usar un champú para el cabello que me recomendaron, y con el que me va buenísimo, y al que le tengo mucha fe. Tiene aloe, chile, y creo que miel. Y supuestamente hará que no se me caiga el pelo. ¡Ojalá que funcione!
Estoy seguro que ustedes han escuchado sobre muchos de estos remedios, y quizás tengan otros que tal vez les funcionaron a ustedes.
El texto de esta semana, en la que seguimos celebrando la resurrección de nuestro Señor, pone frente a nosotros el poder sanador de Jesús. Me gustaría que abordáramos este tema desde dos perspectivas: por un lado, el tema físico, o la curación que Jesús lleva a cabo; y por el otro, el que para mí es aún más importante, el tema espiritual. ¡Vamos al texto!
(Vs. 1-4) Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. En Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, hay un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos. En ellos yacían muchos enfermos, ciegos, cojos y paralíticos [que esperaban el movimiento del agua, porque un ángel descendía al estanque de vez en cuando, y agitaba el agua; y el primero que descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera].
Según el relato de Juan, en el capítulo anterior, Jesús acaba de sanar al hijo de un noble que estaba a punto de morir (Juan 4:46-52). Fue interesante porque Jesús ni siquiera vio al enfermo, simplemente le dijo a este hombre que se fuera a casa, que ya el joven estaba bien. ¡Y así fue! ¡Fue una sanación a distancia!
Y ahora, Jesús estaba en Jerusalén en el día de reposo, mientras había allí una fiesta religiosa judía. Es en este tiempo cuando visita un lugar muy conocido por las personas del lugar, donde hay un estanque y cinco pórticos, y donde los enfermos acudían porque supuestamente el agua del sitio tenía propiedades curativas. Recuerden que Jerusalén estaba siendo influenciada por creencias paganas de diferentes culturas, especialmente los griegos, los romanos, etc.
Entonces allí se reunían muchos enfermos, todos buscando ir al estanque de agua y curar sus dolencias. Hay que decir que este sitio estaba fuera del templo porque recuerden que en aquellos tiempos los enfermos no podían estar en el área sagrada para no profanarla con sus enfermedades.
Pero Jesús, a pesar de ser día de reposo, incluso habiendo una fiesta judía importante, no estaba en el templo sino en el estanque de Betesda pasando tiempo con los enfermos, los necesitados, y los olvidados del mundo.
¿Qué ocurrió entonces?
(Vs. 5-6) Allí había un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y se enteró de que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: «¿Quieres ser sano?»
¡Treinta y ocho años! Eso es muchísimo tiempo. Aunque no sabemos qué tipo de enfermedad tenía este pobre hombre, solo imaginen el dolor, la desesperanza, la frustración de este señor que ni siquiera podía caminar para meterse en el estanque a tiempo, y tratar allí de ser sano. Es también importante notar en el texto que, a diferencia de la mayoría de las veces, cuando son las personas que se acercan a Jesús por ayuda, en este caso sucede lo opuesto: Jesús se entera lo que pasaba con el hombre, y va a él con la pregunta: ¿Quieres ser sano?
(Vs 7-8) El enfermo le respondió: «Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua se agita; y en lo que llego, otro baja antes que yo.» Jesús le dijo: «Levántate, toma tu lecho, y vete».
El hombre no respondió “sí” o “no”. El hombre no pidió misericordia y sanación.
El hombre no vio en Jesús a un sanador, porque sus ojos estaban en el estanque. El hombre no vio en Jesús al Dios de misericordia, capaz de sanar sus dolencias, porque para él lo único que tenía poder era el agua de aquel pozo supuestamente movida por la fuerza de un ángel que de vez en cuando bajaba y agitaba las aguas. Pero el tema aquí no es lo que el hombre podía o no entender sobre Jesús. Lo poderoso de este episodio yace en lo que el Hijo de Dios había visto, en su misericordia por los más débiles, en su propósito para los enfermos.
Es por esta razón que Cristo le dice: «Levántate, toma tu lecho, y vete».
Dice el texto que la sanación ocurrió de inmediato, y que este hombre al escuchar la palabra de Jesús se puso de pie, tomó su lecho o su colchoneta, y caminó. ¡Ahora podía andar!
Hoy nosotros nos parecemos mucho a aquel hombre sanado por Jesús, desde lo físico y también desde lo espiritual.
Tenemos fe ciega en remedios caseros para todo, inclusive para nuestra relación con Dios y con los demás. Creemos en teorías humanas, medicinas de todo tipo, y hay algunos que buscan en astros y falsas religiones lo que solo podemos encontrar en Dios y Su Palabra.
Al igual que aquel hombre, también lidiamos con enfermedades, problemas que nos tienen condenados al fracaso, a la desesperanza, a la tristeza. Como aquel hombre, andamos peleados con la vida, con Dios, con los demás, con las situaciones sobre las que no tenemos control. Todo esto, sin tomar en cuenta todavía nuestra mayor enfermedad, y que todos tenemos lo admitamos o no: el pecado que mora en nosotros.
El pecado es todo eso que nos separa de Dios. El pecado nos condena a vivir fuera de Dios y sus propósitos. El pecado nos deja un solo destino y un solo camino: la muerte. ¡Y todos tenemos este problema!
Dice San Pablo a los Romanos: “…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).
Todas las personas comparten esta misma realidad. Y lo peor es que también somos como aquellos cojos, ciegos, enfermos del estanque de Betesda, cuya capacidad de sanar no estaba en ellos, y cuya fe estaba puesta en el lugar equivocado.
¡Qué lindo y maravilloso es saber que Jesús fue al encuentro de ellos!
Porque sabemos que pasa lo mismo con nosotros: ¡Jesús toma la iniciativa y va a nuestro encuentro!
Quizás no tengas una enfermedad física, y tal vez tienes la capacidad de ver, caminar, escuchar, o de estar totalmente sano físicamente.
Pero hay enfermedades que destruyen el alma, inclusive cuando nuestros cuerpos están muy saludables. El miedo a fallar o a hacer cambios significativos en nuestra vida, la violencia doméstica en la que muchos sufren sin poder salir de esos pozos, un matrimonio que ya no funciona, familias que ya no se hablan, sentir el rechazo de aquellos que deberían tratarnos mejor pues somos sus prójimos, y podemos pasar el día hablando de esas cosas que nos corroen el alma.
Y todo nos lleva a un punto común: el pecado nos ha alejado tanto de Dios que no podemos hacer nosotros nada para salvarnos.
Decía el reformador alemán, Martín Lutero, en uno de sus catecismos que: “…ni por mi propia razón, ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, o venir a Él.” (Catecismo Menor del Dr. Martín Lutero. Credo Apostólico, Artículo III). Es decir, nosotros no podemos hacer nada para creer en Jesús o para que Él venga a nuestras vidas, pero Él sí puede hacerlo posible, Él si puede venir, y Él lo hace.
Jesús conoce tu realidad y las obras desastrosas del pecado sobre ti, y también sabe tu incapacidad para alcanzar la sanación o la salvación, y es por lo que Él viene a ti.
El Señor no se olvida de ti ni de tu nombre, sino que se acerca a tu vida por medio de Su Palabra, la cual tiene poder para sanar y para salvar. Dios te conoce tanto que obra perdón de pecados en tu vida cada vez que viene a nosotros en Palabra o Sacramentos. El Señor envía Su Espíritu Santo para obrar lo que más necesitas: fe. La fe es lo que nos hace creer en Él, lo que pone nuestros ojos en Él y no en el agua del estanque o en nuestros remedios caseros, fe es lo que nos lleva a entender que, aunque el panorama pueda ser oscuro, y nuestras realidades difíciles, Él viene a nosotros y nos da mucho más que ayuda para ir al estanque, sino la salvación completa y el perdón completo de nuestros pecados.
Dios se hizo presente en la vida de los afligidos en Betesda por medio de Jesús, y por medio de Cristo se hizo presente en nuestras vidas, haciendo que recayera sobre Él nuestro castigo, nuestra pena, y nuestra condenación. A eso le llamamos gracia, a que Jesús nos sanara por amor y como un regalo, y no a través de que nosotros hiciéramos algo para merecerlo.
La sanidad de tus heridas y tus dolencias costó que Él tuviera que vivirlas en carne propia. Dice el profeta Isaías que: “Él será herido por nuestros pecados; ¡molido por nuestras rebeliones! Sobre él vendrá el castigo de nuestra paz, y por su llaga seremos sanados” (Isaías 53:5).
Jesús sufrió nuestro castigo, para que nosotros no recibiéramos la muerte eterna que merecíamos, y en la cruz el Señor fue herido con llagas dolorosas para que ustedes y yo tuviéramos la cura de nuestra enfermedad más mortal, el pecado.
Pero el final de Jesús no fue la muerte sino la vida, y es por lo que estos días y semanas hemos celebrado tanto la resurrección. Porque en su victoria sobre la muerte nosotros hallamos vida, porque en su resurrección la promesa de salvación es para nosotros y todos los que por gracia y con fe creemos en Él.
Dios no abandona a sus hijos en medio de la aflicción, y te da más que remedios caseros para aplacar tus dolencias. Dice la Biblia que: “El Señor reanima a los descorazonados, y sana sus heridas” (Salmo 147:3).
Él no nos abandona, ni nos deja solos, sino que viene a nuestro encuentro, en las difíciles realidades que en esta vida nos toca vivir, y allí nos dice una vez más: «Levántate, toma tu lecho, y vete».
Esto es lo que escuchamos cuando nos acercamos a Su Palabra. Esto es lo que oímos cuando nos dicen que por medio de Cristo nuestros pecados han sido perdonados. Esta es la gracia sobre gracia que Dios te ha prometido cuando se ha acercado a ti.
Queridos amigos: ¡Alégrense! Porque el Cristo resucitado ha tenido misericordia de ustedes para perdonar sus pecados, sanarlos en medio de tantas aflicciones, y llenar de esperanza esos espacios de sus vidas donde alguna vez ustedes creyeron que Dios nunca podría acercarse. Él está con ustedes, a dónde vayan. Amén.
Recuerda que, si te ha gustado este mensaje, también puedes compartirlo. Estoy seguro que muchos a tu alrededor andan enfermos y sin esperanza, y deben escuchar del amor y el poder de Dios. Además, ya sabes que para conocer más de Jesús y de la salvación que Él trae a nuestras vidas, puedes ponerte en contacto con nosotros aquí en Cristo Para Todas las Naciones. ¡Feliz semana!