PARA EL CAMINO

  • ¿Quién gobierna tu vida?

  • noviembre 23, 2025
  • Rev. Germán Novelli Oliveros
  • Notas del sermón
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Colosenses 1:13-20
    Colosenses 1, Sermones: 2

  • “Lo que busco por encima de todo es la grandeza: lo que es grande es siempre bello”. Esta frase se le atribuye a Napoleón Bonaparte, el destacado militar quien se hiciera famoso por su participación en la Revolución francesa, y que luego capitalizaría los frutos de este proceso al alcanzar el poder en 1799. Bonaparte es de esos personajes históricos con una larga lista de admiradores de sus gestas, hazañas, e ideales, y a la vez muchos detractores a causa de sus decisiones y tropiezos. Muchos lo quieren, y muchos otros lo detestan.

    En todo caso, Bonaparte fue un amante del poder y la grandeza. Muchas de las obras artísticas que se hicieron de él, lo muestran como un tipo alto y de contextura fuerte, con una mirada sobria que infunde temor, y rasgos que buscan representar toda su majestad. Sin embargo, algunos coinciden en que realmente era un hombre bajito y sin mucho porte. En otras palabras, ¡nada del otro mundo!

    El momento cumbre de su carrera política es quizás su coronación como emperador de Francia en 1804. Aquí el gran Napoleón hizo un apoteósico evento en Paris, donde quiso mostrar todo su esplendor, su fuerza, y también su soberbia. No quiso ser coronado por el Papa Pío VII (como era la costumbre entonces), sino que prefirió colocarse él mismo su corona, y así dejar claro que asumía ese rol por mérito propio, y no por intervención divina, ni de nadie más. Así de grandes eran sus ínfulas.

    El imperio de Napoleón solo duró algunos años, y más temprano que tarde el gran Bonaparte terminó perdiendo toda su influencia, hasta finalizar sus días en el exilio, sin mucho poder, y con más pena que gloria.

    Historias como la de Napoleón se han repetido una y otra vez a lo largo de los siglos. En muchas naciones se han levantado líderes, políticos o militares, capaces de alcanzar la fama y el poder, dominar imperios y naciones enteras, gobernar sin pudor ni límites, y como todo lo que sube tiene que caer, casi siempre terminan siendo reemplazados por alguien más. Así es la vida, o como dirían los paisanos de Napoleón, “C´est la vie”.

    Apuesto que alguna vez usted se ha topado con algún líder como Bonaparte. Alguien que quiere gobernar sin límites, y que es amante del poder sin importar nada más. Casi todos los países tienen políticos cuyo fin máximo es precisamente gobernar, mandar, o —lo que es lo mismo— ejercer el poder para bien o para mal. Esto lo vemos en nuestras naciones, pero también hay mandones en nuestras comunidades, entornos, nuestros trabajos, y —como dicen por ahí— hasta en las mejores familias.

    En el texto de esta semana, el apóstol San Pablo le dice a los Colosenses que Dios nos ha librado de un poder que es quizás peor, y más fuerte, que el que exhibieron líderes como Napoleón, o de aquellos que —nos gusten o no— nos gobiernan por estos días.

    Dice Pablo:

    13 El Padre también nos ha librado del poder de la oscuridad y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo…

    Hay una distinción evidente aquí: por un lado, lo que Pablo llama “el poder de la oscuridad”, y por el otro, el reino del Hijo amado de Dios.

    Comencemos explorando el primero.

    Hay un poder abusivo, oscuro, maligno, y dictador que gobierna —queramos o no— dentro de nosotros. Es más sagaz que el propio Bonaparte, y más incurable que la peor de las enfermedades. Estoy hablando del pecado.

    El mismo San Pablo dice que a veces intentaba vivir la vida de una manera mejor, intentando no pecar, y que no podía, por culpa del pecado que moraba dentro de él (Romanos 7:17).

    El pecado es la inclinación a la maldad con la que todos nacemos. Es como nuestra marca característica que, en lugar de hacernos únicos, nos hace igual de pecadores al resto del mundo.

    Por lo tanto, cuando Pablo dice que Dios nos ha querido librar del poder de la oscuridad, quiere decir que el Señor ha tenido misericordia de nosotros, y ha querido despojar de todo su poder a ese dictador oscuro y represivo que habita dentro de nosotros, y que nos lleva a desobedecer a Dios, a rechazarlo, a actuar de forma soberbia, a seguir cometiendo siempre los mismos errores, y a merecernos el castigo y la muerte.

    Cuando pecamos sin parar, cuando arrepentirnos nos aburre, y cuando dejamos que en nuestros corazones gobiernen el egoísmo, el odio, el rencor, la falta de amor por nuestros prójimos, y esos deseos ocultos que pocas veces revelamos ante otros, es porque seguimos viviendo bajo el poder de la oscuridad.

    ¿Quién gobierna tu vida en este momento? ¿Estos sentimientos oscuros? ¿Estos deseos ocultos? ¿Estas fuerzas incontrolables donde sin parar sigue usted decepcionando a Dios con lo que piensa, dice, o hace?

    Tal vez, nuestros corazones son más oscuros de lo que creemos, y vivimos bajo el yugo del poder de la oscuridad, siendo —como alguna vez dijo Jesús— esclavos de nuestros pecados (Juan 8:34).

    Por fortuna para ti, y para todos nosotros, Pablo habla de una fuerza superior al poder oscuro, que tiene más gloria y esplendor que cualquier otro emperador. El apóstol nos dice que —por medio de Jesús— el Padre nos libera, y nos traslada de esta dictadura oscura del pecado a la monarquía de Jesús… “el amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados”.

    Escribe San Pablo en esta carta a los Colosenses:

    15 Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación. 16 En él fue creado todo lo que hay en los cielos y en la tierra, todo lo visible y lo invisible; tronos, poderes, principados, o autoridades, todo fue creado por medio de él y para él. 17 Él existía antes de todas las cosas, y por él se mantiene todo en orden.

    Todos los seres humanos, especialmente los creyentes de Jesús y los que amamos a Dios, lidiamos una batalla diaria y constante contra las fuerzas de la oscuridad, y lo peor que podemos hacer es tratar de vencer este poder con nuestros propios esfuerzos.

    Si lo estás intentando ahora, te felicito por tu valentía, pero permite que te diga que no vas a poder. Es por ello, en lugar de ver nuestras batallas perdidas, o a nuestro enemigo, o también nuestro propio esfuerzo, San Pablo te pide que veas a Jesús y pongas tu mirada en lo que Él es y hace.

    Jesucristo es quien te libera, porque Él es más grande que tu pecado, y Él es más grande que cualquier otra cosa visible o invisible, en la tierra o en el cielo, y que cualquier potestad, trono, poder y autoridad.

    Vivimos en un mundo donde hay naciones en dictadura, donde resuenan los cañones de la guerra todos los días, donde además de pobreza y tantas carencias, los pueblos tienen que luchar contra malos gobiernos, corrupción, o líderes inescrupulosos. Por desgracia, los dirigentes mundiales parecieran insistir en el lenguaje que divide, dejando sin esperanza de paz a muchos de nuestros países.

    Esto también es producto del pecado, que no solo corroe nuestros corazones, sino también nuestras sociedades. Todo se ha arruinado a causa del pecado que nos ha separado de Dios… a todos.

    Ante este panorama, Pablo insiste en que sigamos viendo a Jesús:

    18 Él es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para tener la preeminencia en todo, 19 porque al Padre le agradó que en él habitara toda plenitud, 20 y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.

    Antes de que Jesús naciera, los profetas hablaban del Mesías desde una perspectiva monárquica: un rey, un príncipe, un libertador, que vendría a gobernar toda la tierra. Es por ello, cuando Jesús nació y el Rey Herodes lo supo, lo primero que intentó hacer fue asesinarlo bajo la premisa de que no debía existir otro rey. Luego, cuando Jesús llegó a Jerusalén —poco antes de ser juzgado y crucificado— fue recibido por las multitudes como un rey, como Aquél destinado a venir y liberarlos de la opresión de esos días. Más tarde, en su interpelación a Jesús, el gobernador de Roma, Poncio Pilatos, también le preguntó sobre si era o no un rey.  Al parecer nadie había entendido que el reinado de Dios es diferente.

    Jesús no era un rey a la manera del mundo. Él no venía a hacer una dictadura como las que hay hoy en América Latina o en otras partes, o establecer una monarquía terrenal que echara fuera a los Romanos como esperaban aquellos en esos días.

    Quien pareció entenderlo mejor fue el ladrón crucificado a su lado en el calvario, quien dijo: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino (Lucas 23:42).

    Jesús es el Rey humilde que nacería en un pesebre y no en un palacio, y que vendría montando un burrito y no en un carruaje de oro. Jesús es el Rey amoroso que, en lugar de una corona de oro y diamantes, pondría en su cabeza una corona de espinos capaces de infligirle el más amargo de los dolores. Moriría casi desnudo en lugar de vestidos opulentos, y por trono tendría una cruz.

    Así fue la manera en la que Dios abriría el camino de la redención, y traería el Reino de Jesucristo, el Reino de la Luz, a tu vida, y así liberarte del poder de la oscuridad de tus pecados.

    Es por esta razón, que no debemos esperar mucho de aquellos que nos gobiernan hoy en día. Debemos orar por ellos, participar activamente para construir mejores sociedades, pero nuestros corazones, nuestra vida, nuestra esperanza, se centra en el Rey eterno, y no en los reinos temporales que ahora nos gobiernan. Porque al igual que Napoleón estos reinados pasarán, pero las promesas y la gloria de Jesucristo, nuestro Rey, son eternas.

    Cada vez que oramos, que abrimos nuestras biblias, que vamos juntos a la iglesia y allí recibir los dones que Dios nos da, nosotros participamos de un Reino que es más grande que nuestros pecados, y entramos en comunión con Dios por medio del Rey verdadero, Aquél que vence la muerte y que, con su perdón, nos libera del yugo oscuro del pecado.

    Cuando ores diciendo: “Venga a nosotros tu Reino”, estás juntándote a una inmensa multitud de fieles que han sido perdonados por Dios, transformados por Jesús y Su Palabra, y guiados por el Espíritu Santo a poner toda confianza en el Rey que no defrauda, que nos redime de toda nuestra maldad, y que un día volverá en gloria para darnos a nosotros —los liberados del poder oscuro— la corona de la vida eterna.

    Él te ha perdonado porque te ha amado, y en tu Bautismo Él te ha hecho miembro de la realeza, dándote el privilegio de ser parte del Reino que no tiene fin. Amén.

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