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PARA EL CAMINO

La historia del nacimiento de Jesús según Mateo tiene un matiz distinto, más áspero, realista y dramático que la versión que solemos recordar de la Navidad. No hay pastores ni ángeles cantando en el cielo. No hay luz ni gozo a primera vista. Hay un hombre perturbado, un embarazo sospechoso, un cambio de planes y, desde el principio, la sombra de la Cruz. Este sermón quiere caminar por ese sendero. Lo haremos junto a José, el carpintero de Nazaret. Mateo nos ofrece el relato del nacimiento de Jesús desde su perspectiva. No es una Navidad de amor-ternura, sino de amor-decisión. Lutero decía que esta historia muestra el lado turbulento de la Navidad. Una Navidad con alteraciones, sobresaltos, confusión, pero también con promesas y un nombre.
Si fuera una película, el drama estaría colocado en la primera escena: una historia de amor interrumpida por una noticia inesperada. José estaba comprometido con María y el compromiso era público, serio, contractual entre las familias, un tiempo intencional de preparativos para la boda. Todo va caminando bien. Momentos de conversación son compartidos, María se ocupaba de preparar su ajuar y José de los detalles de su hogar, ambos soñando con el futuro, afianzando su vínculo en la confianza mutua. Habría planes para la celebración, visitas a familiares, gestos de cariño y cuidado mientras fortalecían su compromiso. Era un tiempo de ilusión, romance y esperanza. Pero entonces el mundo de la pareja se sacude. María apareció embarazada y José sabe que el niño no es suyo. Ella no lo había traicionado, pero José no lo sabía.
Podemos imaginar las noches de insomnio, los diálogos internos, las preguntas sin respuesta: ¿Cómo pudo ella? ¿Cómo pude yo no verlo venir? ¿Qué dirán mis padres, la sinagoga, el pueblo? ¿Qué voy a hacer? Si José acepta, todos en Nazareth — en una cultura de honor y vergüenza— sabrán que el niño no nacerá a los nueve meses, y se desatará la condena social: infidelidad, deshonra, rechazo. La Navidad, para José, comenzó en crisis. Y esa palabra, “crisis”, tal vez, nos resulte familiar. Cuántos de nosotros no hemos llegado a estas fechas cargando nuestra propia crisis: una relación rota, un duelo reciente, una enfermedad inesperada, una pérdida económica, un embarazo no planeado, un sueño que se desvanece, una herida que no cierra. Cuántas navidades hemos vivido como José: confundidos, inquietos, con preguntas sin respuesta, en silencio, buscando resolver lo irresoluble. Si es así, no estamos solos. Podemos identificarnos, un poco, con esta historia.
La Navidad no siempre llega envuelta en luces y villancicos. A veces llega envuelta en lágrimas, incertidumbre y tensión. A veces, como en la historia de José, es una noticia que desordena la vida y exige decisiones difíciles. Y quizás ahí esté parte de la gracia de la Navidad: que Dios entra no solo en nuestras celebraciones perfectas, sino también en nuestras crisis más profundas.
José reacciona. La situación es gravísima. Sin pruebas de ADN, el embarazo de su prometida se interpretaba como adulterio, un delito que incluso podía castigarse con la muerte. Lo mínimo sería una humillación en la sociedad. Pero José no quiere eso para María. Aquí aparece el primer rasgo de su carácter: aun en medio del dolor, convencido de haber sido traicionado, piensa en el bienestar de ella. Hay una preciosa demonstración concreta de amor aquí de este hombre. Conmueve su preocupación por proteger la reputación de María, evitando su exposición pública. Los planes de boda, la luna de miel, el nuevo hogar y el inicio de la vida en pareja son reemplazados, dolorosamente, por un plan de divorcio discreto. José era justo, pero humano. Limitado. No aceptó seguir adelante con la relación, pero optó por una separación silenciosa. No sabemos los detalles de su plan, pero puede ser que pensó en ir hablar con ella al amanecer, cuando el pueblo aún dormía, lejos de miradas curiosas. Quizá José planificó acercarse a María sin muchas palabras, sin acusaciones o desahogos, a penas para entregarle el documento que cerraba su compromiso. Un acto de amor discreto, para guardar su reputación, cubrirla del desprecio y dejarle la libertad de seguir su camino sin vergüenza.
José evaluó el escenario, consideró las opciones y tomó su decisión. No buscaría venganza, pero tampoco subiría al altar. Y es aquí donde Dios interviene. Justo ahí, en medio del dilema, Dios le visita a José como ya había visitado a María antes. Un ángel desciende con un mensaje: “No temas. Las cosas no son como tu piensas. El niño que María está esperando es del Espíritu Santo. El niño es de Dios. Dios ha hecho un milagro. Dios le ha dado a ella un privilegio y una misión. En verdad, Dios les ha dado a ustedes dos una misión. Ser los padres terrenales del hijo de Dios, ser los cuidadores y educadores del salvador del mundo”. La crisis se transforma en un llamado, en una misión.
La misión de José sería bien amplia, pero comenzaría con dos tareas. Sí, hay dos misiones que Dios le da a José en esta visita del ángel. La primera misión de Dios para José es lo que el ángel le dice primero. Toma a María, José. Cásate con ella. Y si alguien pregunta, confirme su historia. Suena rara, pero es la verdad. Siga adelante con los planes de matrimonio. Claro que no era solo casarse; era entrar en una historia que Dios mismo había escrito, era participar del plan de salvación de Dios, era aceptar ser el padre del Mesías, era responsabilizarse para que María pudiera dar a luz y que Jesús creciera seguro y acompañado, con una familia, cumpliendo la voluntad divina en lo cotidiano. Un honor, sí. Y también un tremendo desafío. Basta recordar como luego de nacer Jesús, el bebé sería perseguido por Herodes y la familia tendría que huir a Egipto y vivir allá como refugiada por muchos años.
La segunda misión de José es lo que el ángel le dice enseguida. Y esa segunda misión es muchas veces olvidada, pero merece nuestro destaque. ¿Cuál fue? Versículo 21: Ponle el nombre al niño. No es elije el nombre. Sino ponle un nombre que no has elegido. No te pierdas este detalle importante. Poner nombre a un hijo era un acto especial, aguardado. Los padres esperaban con expectativa por esta oportunidad. Pero aquí, José no tiene ese privilegio. El ángel le quita a José la prerrogativa de nombrar al hijo. No podrá escoger un nombre familiar ni en honor a un ancestro. Otro lo ha decidido: Dios. En medio de la vergüenza, el rechazo de los vecinos y la abstinencia hasta el parto también debía renunciar a ese derecho. ¿Te das cuenta?
Hoy día, esta tarea sigue siendo especial. Los padres suelen dedicar tiempo, cariño y reflexión a pensar y elegir el nombre de sus hijos. Hay cierto orgullo en la elección; quieren anunciarlo, y a veces celebran ese momento con pequeñas fiestas o rituales. Recuerdo bien las conversaciones con mi esposa cuando elegimos los nombres de los nuestros. También he escuchado que este fue un detalle muy significativo para mi padre cuando yo nací: quiso elegir mi nombre, estaba decidido. Y aunque hubo protestas de los abuelos —porque no les gustaba, porque no seguía las tradiciones o porque les resultaba difícil de pronunciar— mi padre se mantuvo firme. No cedió su derecho, su honor. No sé hasta qué punto José se sintió así. De todas maneras, el ángel no llevará en cuenta los sentimientos o las frustraciones de José en este punto. El niño viene nombrado del cielo.
Este detalle, a menudo olvidado, es profundamente significativo y tiene mucho a enseñarnos. La primera cosa que aprendemos aquí es justamente este tema de la autoridad, de quien nombra, la fuente del nombre. Quién te da el nombre es extremadamente importante porque quien te nombra es tu superior. En la Biblia, ponerle nombre a alguien era la tarea de un superior. Por ejemplo, puedes verlo en el Antiguo Testamento en 2 Reyes 23. Cuando un rey derrotaba a otro, el rey victorioso siempre le cambiaba el nombre al rey derrotado. ¿Recuerdas cuando Dios trajo los animales a Adán y le dijo: “Quiero que nombres a estos animales”? ¿Por qué hizo eso? ¿Acaso Dios se había quedado sin ideas? No, de ninguna manera. Cuando le pidió a Adán que nombrara a los animales y a las plantas, lo que quería decir era: “Quiero que te hagas cargo de ellos. Quiero que los cuides. Eres responsable de ellos.” Por eso era normal que los padres pusieran nombre a sus hijos, porque al menos en los primeros días de la vida de un niño, el padre era responsable, tenía autoridad sobre él. Pero lo que tenemos aquí es a Dios apareciendo y enseñándonos una vez más en la Biblia … no sé cómo podría ser más claro … Jesucristo no es solamente un ser humano. Nadie tiene derecho a nombrar a Cristo. ¿Por qué? Porque en el mismo momento en que nació ya era más viejo que sus padres. Él es el único así. No era un simple ser humano. Sus padres debían, desde el principio, reconocerlo. José pensó que tenía derecho a nombrar a su hijo, a decidir sobre él. Pero aquí Dios le quita ese derecho, diciendo: “Este Niño será tu Señor, y Él te nombrará a ti.” Él es el Rey de reyes. Él es el Señor de señores. Él es Dios encarnado. Nadie tiene autoridad sobre Él. Nadie puede darle un nombre.
La segunda cosa que aprendemos de esta misión de José es el significado del nombre, el contenido. Nombres significaban cosas en la Biblia. Tu nombre dice lo que has venido a hacer. Tu destino, tu propósito. En la Biblia, el nombre de una persona nunca era solo una etiqueta. Los niños nunca recibían nombres porque a sus padres les gustaba cómo sonaba. Nunca recibían un nombre porque era el del personaje favorito de una novela o el del tío del padre o de la madre, o algo parecido. El propio ángel confirma eso en la conversación con José, en el versículo 21: “Llamarás su nombre Jesús” por una razón. ¿Cuál razón? ¿Por qué? Por la obra de su vida: “… por su destino … porque Él salvará a su pueblo de sus pecados.” Jesús, o Yeshúa, su nombre. Yeshúa se divide en: Ye, el Señor; shua, salva.
Hay muchos nombres para Jesús en cierto sentido, muchos títulos. Él es el Admirable Consejero. Él es el Dios Poderoso, el Padre Eterno, el Príncipe de Paz y Emanuel, que Mateo recordó de la profecía de Isaías. Pero el único nombre que Dios celosamente quiso poner Él mismo es Jesús, que significa que Él es el Salvador. Él vino a rescatarnos. Él vino por amor a morir en la Cruz para perdonar nuestros pecados. Y Jesús siempre tuvo un entendimiento muy claro de que ese era Su propósito en la vida. Puedes verlo una y otra vez. Especialmente después, en Su ministerio, queda muy claro, nada ni nadie lo distraía, lo confundía. Nada ni nadie lo sacudía. Jesús siempre supo de qué se trataba Su vida. Él sabía Quién era. ¿Por qué? Porque sabía dos cosas. Sabía de dónde venía Su nombre, de Su Padre, y sabía de qué se trataba Su vida.
¿Y qué hacemos con esto? ¿Cómo aplicamos estas enseñanzas a nuestra vida? Yo les digo: Tal vez tu Navidad venga marcada por pérdidas, cambios y sobresaltos. Quizás los planes con los que empezaste el año se frustraron. Puede que te encuentres lleno de dudas, atrapado en decisiones difíciles, deseando —como José— la visita de un ángel que te aclare el camino. Porque la vida trae drama, crisis y cruz.
Pero esta historia nos da una certeza: el nombre ya está dicho. El Salvador ha venido. Su presencia es segura. Su gracia es real. Su perdón no es promesa aplazada, es realidad cumplida. Su nombre es Jesús. El ángel anunció que Él vendría para salvar a Su pueblo de sus pecados, y nosotros sabemos que ya vino: encarnado por nosotros, muerto por nosotros, resucitado y ascendido por nosotros. Cristo ya salvó al mundo, ya te salvó a ti.
El consuelo de este texto no es abstracto: Dios vino. No como juez ni como consejero de fórmulas, sino como Salvador con nombre propio: Jesús, Emanuel. Él vino a obedecer donde fallamos, a amar donde odiamos, a cargar donde huimos, a morir donde pecamos. Y a resucitar donde no había esperanza. La Navidad no depende de luces, regalos o mesas bien servidas. Depende de una promesa cumplida: Dios con nosotros. Con nosotros en la enfermedad, en el duelo, en la pérdida, en el silencio, en la alteración de los planes. Ahí, en medio del caos, resuena Su nombre: Jesús.
Si usted, querido amigo o querida amiga, no conoce a Cristo, o no tiene certeza de creer en Él, sepa que esta salvación, que este Salvador, también es para usted. No se trata de alcanzar a Dios, sino de reconocer que Él ya lo ha alcanzado a usted. Escuche su voz que dice: “No temas”. Él ya lo ha buscado, ya lo ha amado, ya ha llevado su culpa y su dolor y Su perdón y Su gracia ya te han abierto la puerta a una nueva vida.
Y si usted ya lo conoce, si ha sido bautizado y camina en Su Iglesia, esta noticia le renueva. Porque el Emanuel no deja de venir: viene otra vez en Su Palabra, en Su absolución, en Su cuerpo y sangre. Él sostiene la fe que dio, capacita la obediencia que inspira, y nos fortalece a confiar en Él, aun cuando eso signifique perder la comodidad. Muchos quieren un Jesús hecho a medida, que entre en su agenda. Pero Jesús no se domestica. Él nos transforma. No lo nombramos, Él nos nombra. No lo definimos, Él nos da identidad y propósito.
José se despertó y obedeció. No pidió pruebas adicionales ni calculó las consecuencias sociales. Tomó a María, adoptó al niño y le dio el nombre que no eligió. José obedeció sin garantías, y con eso entró en la historia eterna. Hoy se nos da lo mismo. Tal vez no entendamos todo, pero sí sabemos lo esencial: Dios ya escribió el final. El Salvador tiene nombre, y ese nombre ya está sobre ti: Jesús. Dios con nosotros. Dios contigo.
Y si quieres más información sobre la obra de Cristo por ti, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.