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PARA EL CAMINO
Siempre me he sorprendido e inspirado con las historias de superación y resiliencia que vemos en las vidas de algunos deportistas, especialmente aquellos que con perseverancia han logrado sortear los desafíos más intensos que la vida les ha puesto en el camino.
Una de mis historias favoritas es la del beisbolista venezolano, José Altuve.
Altuve, con apenas 1.68 metros de altura, ha sido por muchos años el jugador de menos estatura en las grandes ligas. Al principio de su carrera, muchos lo rechazaron por ser tan bajito de tamaño. Me puedo imaginar las burlas, los comentarios fuera de lugar, y el desánimo que tal vez llegó a sentir en su juventud. A pesar de todo eso, nunca se detuvo en su deseo de ser un beisbolista profesional. Lo siguió intentando, insistía en su lucha y preparación, y jugaba cada partido con mucha intensidad.
Un buen día, alguien importante lo vio jugar y, quedando sorprendido por sus habilidades al batear y sus destrezas en el campo, decidió contratarlo en las mayores por apenas 15 mil dólares, un salario muy bajo que iba acorde con su estatura pero no con su talento.
El resto es historia. El último contrato de José Altuve con los Astros de Houston supera los 100 millones de dólares, y es uno de los mejores jugadores del momento. Ha ganado series mundiales, campeonatos de bateo, ha estado en el juego de las estrellas, y aunque todavía tiene muchos años por delante, es muy probable que algún día sea reconocido en el Salón de la Fama del béisbol mayor.
Una experiencia similar tiene el futbolista argentino, Lionel Messi, quien de joven tuvo que recibir tratamiento hormonal para poder aumentar su estatura, ya que nació con una condición que le impedía el crecimiento. Messi es quizás uno de los mejores goleadores de todos los tiempos, pero como ves, al inicio de su camino futbolístico tuvo que sufrir rechazos y obstáculos debido a su tamaño. Evidentemente, estos retos no fueron más grandes que su perseverancia.
Tanto en los deportes, como en muchos otros ámbitos de nuestro mundo, encontramos este tipo de odiseas fascinantes: deportistas que se recuperan después de lesiones graves, mentes brillantes que alguna vez enfrentaron realidades como la pobreza y las necesidades, gente que se levantó después de una equivocación o muchas caídas, y unos tantos que se superan en la vida a pesar del rechazo o la discriminación.
Sin embargo, y tal como reza el viejo proverbio popular latinoamericano: El que persevera, alcanza.
En el texto bíblico de esta semana, tomado de Lucas 18, versículos uno al ocho, Jesús nos presenta una parábola de perseverancia en la que busca enseñar sobre —como bien dice el Evangelio— nuestra “necesidad de orar siempre y de no desanimarse” (v.1).
El relato es sobre una viuda que quería hacer justicia, aparentemente por una disputa que tenía con alguien más, pero que no había podido resolver el asunto debido a que el juez responsable de su caso se negaba a siquiera atenderla.
Sin duda, el pasaje bíblico nos lleva a visualizar a esta pobre mujer día y noche esperando en la puerta de la oficina del juez, ansiando una justicia que pareciera no llegar nunca. Si hubiera sido en nuestra época, tal vez la veríamos enviando centenares de emails o haciendo un montón de llamadas telefónicas. Al parecer, la viuda insistía e insistía, y así anduvo por un buen tiempo, hasta que por fin el juez se dignó a atender su solicitud. Dice el texto:
4 Pasó algún tiempo, y el juez no quiso atenderla, pero después se puso a pensar: “Aunque no temo a Dios ni respeto a nadie, 5 esta viuda me molesta tanto que voy a hacerle justicia, no sea que siga viniendo y me agote la paciencia».
Ante esta repuesta podríamos pensar que el juez no quería hacer su trabajo o quizás no quería ayudar a esta mujer. Es bueno notar aquí que Jesús escoge como protagonista del cuento a una viuda, un tipo de personas que era bastante vulnerable en aquellos días y en la cultura de su tiempo. Es decir, aquí se nos muestra una persona necesitada de ayuda, y que tiene que enfrentar sola —no solo una disputa legal— sino también la ineptitud de un juez injusto.
La insistencia de esta mujer me recuerda la perseverancia de mi hijo mayor que ahora tiene siete años. Cuando mi pequeño quiere algo, o cuando le prometo algo que yo sé que le va a gustar, no deja de hablar de eso y hasta puede llegar a cansarme haciéndome sentir como el juez de nuestra historia. Creo que todos los niños pequeños tienen esa particularidad: piden y piden, insisten e insisten, te preguntan una y otra vez, hasta que te agotan la paciencia. Llega un punto en el que terminas apurándote para darles lo que quieren, o los regañas fuertemente para que paren de pedir.
Ahora bien, ¿qué nos dice Jesús sobre este juez y sobre Dios?
6 Dijo entonces el Señor: «Presten atención a lo que dijo el juez injusto. 7 ¿Acaso Dios no les hará justicia a sus elegidos, que día y noche claman a él? ¿Se tardará en responderles? 8 Yo les digo que sin tardanza les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?»
Estos tres versos contienen elementos claves que no podemos pasar por alto.
Lo primero es que Jesús no duda en calificar al juez de la parábola como uno “injusto”, y de inmediato lo compara con nuestro Dios justo que tiene compasión de Su pueblo, al que por cierto llama “elegidos”. Es importante saber que tenemos un Dios justo que nos ha escogido a nosotros, todo por amor y por Su gracia, ya que no merecemos tal elección. Él nos conoce, nos ama, sabe de nuestras luchas y necesidades, y escucha atento a nuestro clamor.
De la misma manera, Jesús también asegura que Dios responderá “sin tardanza”, pues sus tiempos y maneras son siempre perfectos. Esto no quiere decir que dará todo lo que pedimos, a veces sí, pero otras veces dirá que “no”, o simplemente te dirá que esperes. Y finalmente, el Señor termina con una pregunta retórica acerca de la fe y de la que hablaremos en un momento.
Primero hablemos de qué tan justo es Dios.
Durante mi ministerio pastoral, muchas veces escucho personas quejarse de la justicia de Dios, y oigo cosas como: “Es que Dios no me responde mis oraciones”; “No entiendo por qué llevo tantos años pidiendo por esto o por aquello, y los demás lo consiguen, pero no yo”; y el famoso “¿Por qué a mí?” o el “Por qué Dios me hace pasar por esto si yo no soy tan malo como otros”. Aparentemente, en opinión de algunos, Dios pudiera ser muy injusto y en ocasiones hasta culpable de lo que nos pasa.
Sin embargo, cuando abrimos las Escrituras nos encontramos con la justicia de Dios. Dice la Biblia que todos somos pecadores y que, por lo tanto, estamos “destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). En otras palabras, todos —sin excepción—hemos pecado, lo hacemos todos los días, y la paga de nuestras culpas es la muerte, y por ello merecemos ser condenados al castigo eterno (Romanos 6:23). Pero, aunque nuestro castigo es lo justo, este Dios —al que muchos llaman injusto— no quiso condenarnos, sino más bien envió a Su único Hijo, a Jesucristo, para que todo aquél que en Él crea no muera, ni perezca, ni se pierda, sino que encuentre la salvación y la vida eterna (Juan 3:16-17).
Dios no es un Dios que —ante tus necesidades o la realidad con la que el pecado llena tu vida— actuará para que lo dejes de molestar o para condenarte por tus faltas, sino que es un Dios de amor, que te escucha cuando oras en medio de tu prueba y tus sufrimientos, y que te invita a confiar en Él, y que pidas con fe, constancia, y fidelidad.
De eso se trata la perseverancia de la que hablamos hoy. Es, como bien dice Jesús, orar siempre y no desmayar. Cada vez que oras, no buscas cambiar la mente de Dios o que se haga tu voluntad, ni tampoco recordarle a Él tus necesidades, sino que le estás diciendo al Padre celestial que confías en Él, que esperas en Sus tiempos, y que sabes que Su voluntad es siempre lo mejor.
Por eso la oración que pone nuestro orgullo por encima de la voluntad del Señor a menudo carece del ingrediente esencial que deben tener nuestros rezos hacia Dios: la fe.
Perseverar en la oración no es crear un ritual de rutina en la que prácticamente le dices a Dios que bendiga tus planes, sino que más bien es una práctica de fe en la que te dices a ti mismo que necesitas a Dios y Su dirección, inclusive antes de planear. Recuerda siempre que Su voluntad es mejor que la tuya. Cuando crees esto es porque Dios ya está obrando fe en ti.
¡Jesús nos habla de esto! Dice el Señor: 8 Yo les digo que (Dios) sin tardanza les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?»
Cuando consultamos en el Internet sobre una definición correcta de la palabra perseverancia, en muchos sitios leímos que tiene que ver con esforzarse con constancia, aún en medio de las dificultades. En el primer verso de nuestro Evangelio de esta semana, Jesús nos llama a “orar siempre y a no desmayarnos” nunca, y la palabra original para desmayar es ἐνκακεῖν (enkakein), que tiene que ver con no rendirse, con seguir luchando, con insistir con resiliencia aun en medio de las tribulaciones.
El tema es que muchas veces, especialmente cuando sufrimos frustraciones, cuando no conseguimos lo que queremos, cuando la respuesta no nos gusta, o cuando andamos en medio de la dificultad y la prueba, lo primero que flaquea es la fe.
Cuando no hay fe, disminuyen la perseverancia, la oración, el ánimo, y nuestra relación con Dios. . . y a la vez, aumentan el pecado, la duda, el orgullo, y la necedad.
Lo hemos dicho en mensajes anteriores, ojalá la fe fuera un artículo de esos que compras en la tienda o en la farmacia. Pero no lo es. ¡Es aún mejor! Pues la fe es un regalo de Dios, es algo que Él mismo obra en nosotros, y que nos trae de vuelta a Él, a arrepentirnos y confiar en Su muerte y resurrección, a reconocer que Él es más grande que nuestros retos, que Él tendrá misericordia y perdonará nuestras faltas, y a saber que por Él la victoria es nuestra. Si me permites un consejo, lo mejor que puedes pedir en tus oraciones es fe: fe para creer que Dios te escucha, y fe para confiar en que Él te responderá.
Al igual que aquella viuda, nosotros también padecemos las injusticias y los problemas de este mundo, y la solución muchas veces no está a nuestro alcance. Con preocupación vemos las guerras y los conflictos, la rebeldía de los hijos, los matrimonios que se desmoronan, las enfermedades y los diagnósticos que nos angustian, la ansiedad, la depresión, y las necesidades financieras. Honestamente, pudiera pasarme el día entero mencionando nuestros males. Dios conoce nuestra miseria.
Por ello que cuando oramos, Él nos invita a no quedarnos en lo grande del problema sino a mirar con ojos de fe al que es capaz de solucionarlo. Si se fijan, no sabemos exactamente cuál era el problema que tenía la viuda, ni los detalles del asunto. Para Jesús eso no era lo importante de la parábola.
Lo que sí sabemos es que había un juez —en este caso injusto— que tenía la decisión de solucionar el problema en sus manos. Por eso la viuda acudía a él con insistencia.
La oración no debe centrarse en lo que pedimos o en lo que queremos, sino en el poder que tiene Dios para cuidar de nuestros asuntos y atender nuestras necesidades. Por eso te digo una vez más: Esto solo lo vemos cuando oramos con fe.
Ni Altuve, ni Messi, sabían al principio de sus caminos lo lejos que llegarían. A pesar de sus limitaciones, ellos insistieron, perseveraron, y trabajaron duro para conseguir lo que soñaban de niños. Esta misma actitud debe prevalecer en nuestra relación con Dios y en nuestra vida de oración.
Cada vez que vas a la iglesia, abres tu Biblia, confiesas tus pecados y recibes con gozo el perdón de Dios, o cada vez que participamos en los Sacramentos, Dios está enviando Su Espíritu Santo a través de estos medios de gracia para que obre fe en tu corazón y puedas confiar más en el Dios que da, en lugar de eso que tanto quieres recibir.
Esta fe te lleva a ver a Jesús, a entender que no merecemos el amor de Dios, pero que en Cristo el Padre nos ama y nos hace Sus elegidos. Esta fe te guía a saber que Jesús sufrió en nuestro lugar para salvación eterna de todos los que le creen, y que nuestros sufrimientos y tribulaciones también nos ayudan a prepararnos para lo que viene, que sin duda será mucho mejor y más grande que todo esto que hoy vivimos. La resurrección del Señor anuncia tu propia resurrección, y debe animarte a seguir orando, clamando a Dios todo el tiempo, aun cuando creas que Él está ausente o en silencio. Los creyentes seguimos confiando, ya que perseverar —con fe y fidelidad— es fundamental en nuestra vida cristiana.
Dice la Biblia que los sufrimientos nos ayudan a perseverar, y que la perseverancia producirá el carácter y la esperanza que Dios se ha propuesto hacer en nosotros (Romanos 5:3-4).
Este Dios, al que muchos acusan de injusto, tiene una justicia difícil de comprender. A muchos les cuesta entender por qué —si seguimos siendo pecadores— Él nos llama Sus hijos… Por qué —aun cuando nosotros lo rechazamos— Él envió a Su Hijo a morir en nuestro lugar y sufrir nuestra condena. Por qué —cuando no merecemos la salvación— Él ha decidido no condenarnos sino descargar Su ira sobre Jesús. Él entregó al justo para salvar a los injustos. Y la única explicación que puedo darte es que todo esto pasa porque nos ama —porque a pesar de todo todavía nos ama— y es por eso que sin tardanza estará presto a escuchar cada una de tus oraciones y a responderte en Su tiempo y de acuerdo a Su voluntad. Con perseverancia en la oración, y fe en el corazón, los creyentes fijamos nuestros ojos en Él y no en lo que pedimos, y es por ello que te prometo que lo que Él tiene para nosotros es y será siempre lo mejor. Amén.
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