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PARA EL CAMINO
Cuando era niño, el 12 de octubre de cada año celebrábamos en la escuela el Día del Descubrimiento de América. Recuerdo que todos los años estudiábamos la historia de cómo Cristóbal Colón llegó a nuestro continente al mando de tres carabelas: La Niña, La Pinta, y La Santa María. Aprendimos en el colegio que esos eran los nombres de los barcos llenos de conquistadores europeos, quienes sobrevivieron el paso por el Océano Atlántico hasta llegar a tierras nunca antes descubiertas, dejando claro que la tierra no era plana, como muchos temían y creían, sino redonda.
Con el paso de los años, esta fecha se ha vuelto bastante controversial, y ahora en algunos sitios de América Latina se habla del Día de las Razas. Muchos historiadores coinciden que no se puede hablar de descubrimiento pues, antes de la llegada de los españoles, ya existían en el continente algunas civilizaciones muy importantes. Por tal motivo, algunos insisten en no calificar de descubrimiento este episodio, sino de encuentro de dos mundos. Otros críticos de este momento de la historia hablan además que no hay nada que celebrar en esta fecha, ya que los conquistadores abusaron de los nativos que ya vivían en este lado del mundo, y en lugar de encuentro hubo más bien un saqueo.
Honestamente, creo que cada quién tendrá una opinión al respecto de lo acontecido, y lo cierto es que los años pasan y en toda América seguimos recordando —para bien o para mal— lo que estos eventos significaron para nuestra consolidación como continente.
Ahora bien, aunque soy un amante de la historia universal, no es mi intención juzgar en este mensaje una opinión o la otra, y preferiría que pusiéramos nuestra mirada en lo más importante: estos eventos de hace más de 500 años fueron el inicio de un encuentro de razas, culturas, y mundos, que hicieron de nuestra región y de nuestra identidad americana, lo que hoy somos: una mezcla mágica de razas, naciones, idiomas y dialectos, herencias culturales que combinan lo propio de nuestros ancestros, formados y nutridos por raíces indígenas, africanas y europeas.
Si abrimos cualquier libro de historia, nos daremos cuenta de que la mayor parte de los eventos de toda la humanidad están repletos de épocas de conquistas, descubrimientos, mezclas raciales, inmigraciones forzadas, aciertos y desaciertos, matanzas, encuentros multiétnicos, y otros tantos episodios que nos han traído hasta acá… hasta donde estamos ahora.
A todo esto yo añadiría algo más: si usted abre una Biblia (la versión que tenga más cerca) encontrará en las sagradas escrituras el constante deseo de Dios de llegar al corazón de todas las naciones con el poderoso Evangelio de Jesús, quien vino a todo el mundo con la intención amorosa de salvarle (Juan 3:16-17).
El evangelio de esta semana es en parte una invitación a comprender —como bien leemos en los discursos de Pedro, Pablo, e incluso en el Antiguo Testamento— que Dios no hace distinción de personas… que Él nos ama a todos… que Él quiere la salvación de todos… y que en Jesucristo hay perdón y vida eterna para todos los que en Él creen, sean lo que sean, y vengan de donde vengan.
Por esta razón, el texto de Lucas relata que Jesús estaba haciendo ministerio por todas partes. De aldea en aldea, de provincia en provincia, Él iba enseñando, predicando, sanando, echando fuera demonios, y conviviendo con las personas, de todos los lugares, compartiendo con ellos en sus contextos y realidades. De hecho, en el episodio que hoy estudiamos lo encontramos viajando entre Samaria y Galilea, entrando en una aldea de camino a Jerusalén (v.11).
Dice el texto:
12 Al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se quedaron a cierta distancia de él, 13 y levantando la voz le dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
No sabemos el nombre de la aldea, ni los nombres de estos diez enfermos de lepra que se acercaron a Jesús. Pero hay algunas cosas que quisiera contarte sobre los leprosos de aquellos días.
La lepra es —y era en esos tiempos— una enfermedad infecciosa que causaba grandes males en aquellos que la padecían. Las personas sufrían un dolor intenso, y veían como sus cuerpos se llenaban de llagas, hasta que se producía una descomposición lenta y cruel, que los iba matando poco a poco. No había cura para esta enfermedad, así que cuando aparecía, las personas eran desahuciadas y apartadas del resto de la población, y los enfermos solo se preparaban para la muerte. No había esperanza de vida para un leproso.
Es por ello que el grito de ayuda y súplica de estas personas tuvo que ser desgarrador. Ellos inclusive le hablaron a Jesús desde la distancia, pues no les era permitido acercarse a nadie.
Evidentemente, nos damos cuenta que ellos sabían de Jesús, pues le llaman por Su nombre, y además le dicen “Maestro”. Quizás habían escuchado —como muchas personas de esas regiones— de las obras que el Señor había realizado. Tal vez, ya conocían de Sus milagros anteriores, en el que ya había sanado a un hombre con lepra, e inclusive había curado otras enfermedades consideradas incurables.
Por lo tanto, estos diez hombres que sufrían, sin esperanza, sin consuelo, apartados, y en la miseria, vinieron a Jesús buscando salvarse de una muerte inminente.
¿Cuál fue la respuesta de Jesús?
14 Cuando él los vio, les dijo: «Vayan y preséntense ante los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras ellos iban de camino, quedaron limpios.
De acuerdo a la tradición judía que usted puede leer en el libro de Levítico, capítulo 14, cuando una persona con lepra era sanada, tenía que verse primero con un sacerdote (un líder espiritual judío) quien certificaría la sanación y daría instrucciones siguientes.
Estos hombres —¡todos ellos! — se fueron de allí obedeciendo la orden del sanador, y en el camino a verse con el sacerdote (imagino que el más cercano) se fueron dando cuenta que algo había cambiado en ellos, que ya no estaban enfermos, que la lepra se había ido, y que gracias a aquel Salvador ahora estaban totalmente limpios.
¿Se acuerdan que hace un momento les dije que Dios nos ama a todos y quiere la salvación de todos? ¡Fue así en esta historia! Todos fueron sanados… pero uno de los diez reaccionó de manera especial. ¡Volvamos al texto!
15 Entonces uno de ellos, al ver que había sido sanado, volvió alabando a Dios a voz en cuello, 16 y rostro en tierra se arrojó a los pies de Jesús y le dio las gracias. Este hombre era samaritano.
En sermones pasados de Para El Camino, ya hemos visto que samaritanos y judíos no se llevaban bien. Eran como agua y aceite. La gente samaritana (o de la región de Samaria) eran considerados —por los judíos— como paganos, idólatras, y pecadores. Inclusive los samaritanos que profesaban la fe judía eran considerados judíos de segunda clase, o de baja categoría.
¿Se acuerdan de la historia del Buen Samaritano? Es la parábola en la que Jesús elige a un samaritano capaz de hacer el bien y cuidar de un hombre judío que había sido atacado por bandidos, mientras que los religiosos judíos vieron al mismo hombre en el camino y no hicieron nada para ayudarle. En este relato, Jesús quiso dejar claro que los samaritanos también podían gozar el favor de Dios, y que la salvación que Él traía era para todas las naciones, para todas las personas, ¡para todos!
Y esto queda claro en nuestro pasaje bíblico de hoy.
Jesús no salvó a los nueve que quizás eran judíos y dejó por fuera el samaritano. ¡Todos recibieron sanidad! Particularmente aquel hombre que, antes de presentarse a los sacerdotes, prefirió adorar al sanador, darle gracias, y arrojarse a sus pies, pues reconocía la magnitud de aquel milagro para su vida. Continúa nuestro texto:
17 Jesús dijo: «¿No eran diez los que fueron limpiados? ¿Dónde están los otros nueve? 18 ¿No hubo quien volviera y alabara a Dios sino este extranjero?»
Un extranjero es alguien que viene de afuera, alguien que no es de aquí, alguien que no es como nosotros.
Dios, en toda la narrativa bíblica, insiste en que debemos amar a los extranjeros, y cuidar de ellos, recibiéndolos y aceptándolos como parte de nosotros (Deuteronomio 10:19). Para el Señor no hay barreras raciales, y todo acto de xenofobia, discriminación, o racismo, no existe en el corazón de Dios, ni debe existir en el corazón de nadie, especialmente alguien que cree en Jesús.
Así como Jesús tuvo compasión de todos, incluido aquél samaritano, hoy nos sigue dejando claro que Su amor, Su entrega, Su sacrificio es para todas las personas.
Al final de Mateo capítulo 28, el texto conocido como la Gran Comisión, Jesús dice a Sus apóstoles que vayan a “todas las naciones”, que prediquen a todos los pueblos, que los bauticen a todos, grandes y chicos, del color y la nacionalidad que sean, y además promete acompañar a toda la Iglesia universal en esta tarea. En el libro del Apocalipsis, cuando se habla de Su próxima venida y del fin de estos tiempos, vemos que todos los pueblos y naciones, gente de todas las razas y lenguas, serán reunidos por Dios para reencontrarse con el Salvador (Apocalipsis 7:9).
Es por esto que nuestro ministerio se llama Cristo Para Todas las Naciones, porque nuestro mensaje es el que nos ha encomendado Jesús para todas las personas de todas partes de la tierra… ¡y usted está incluido!
En alguna oportunidad leía sobre el plato típico nacional de Venezuela, el llamado Pabellón Criollo, una comida riquísima que tiene arroz blanco, caraotas o fríjoles negros, y carne desmenuzada y cocinada en un guiso de vegetales. Entonces leía que el plato en sí es una fotografía de lo que son los venezolanos (¡y todos los latinoamericanos!): en un mismo sitio están los blancos europeos (representados en el arroz), los negros (vistos en los frijoles de ese color), y la carne guisada cuyo color representa nuestra herencia indígena.
Así es también la familia de Dios. Todas las razas, todas las naciones, todos los pueblos juntados por el Creador y la fuerza del Espíritu Santo alrededor del Cordero que quita el pecado del mundo. Por esta razón, cuando recuerdo lo que se conmemora cada 12 de octubre, ese encuentro de diferentes razas y culturas formando un nuevo mundo, yo también pienso en ese día maravilloso en el que nos reencontraremos cara a cara con Dios en el día final, en el que estaremos todos juntos, como un solo pueblo, el pueblo de Dios salvado y redimido por la sangre de Jesucristo.
¿Cómo termina nuestro pasaje bíblico de esta semana y esta sanación de estos diez leprosos?
Jesús le dijo al samaritano: «Levántate y vete. Tu fe te ha salvado» (v.19).
Ustedes y yo, y todas las personas, de alguna manera somos como esos diez hombres condenados por la lepra. En nuestro caso, todos hemos sido condenados por el pecado que habita dentro de nosotros y con el que nacemos. Al igual que ellos, tampoco podemos hacer nada por nuestro propio esfuerzo para salvarnos de la perdición. El pecado, al igual que la lepra, nos va matando lentamente, abriendo llagas en nuestro ser, y va infectando cada parte de nosotros. Comienza con un pecado pequeñito, que va creciendo, y se va adueñando de todo lo que somos, de lo que sentimos, de lo que pensamos, y de lo que hacemos o dejamos de hacer.
La buena noticia en esta historia es que Jesús hoy se acerca a la aldea de nuestras vidas. Sin importar donde estemos, Él viene a nosotros a través de Su Palabra y de este mensaje que hoy ha aparecido en tu camino. Jesucristo mismo hoy nos recuerda que en nuestro Bautismo, Él ha venido a nosotros para que seamos sanados y salvados, redimidos y perdonados, transformados y enviados, y para darnos a todos nosotros la promesa de que un día, junto a los creyentes de todas las razas y naciones, estaremos gozando recibir la vida eterna que Él ha prometido.
En el poder del Espíritu Santo, nosotros recibimos la fe que salva, la fe que restaura, la fe que nos lleva a confesar nuestro pecado y a recibir el perdón total que Jesucristo nos ofrece.
Él es el único que podía salvar a estos diez leprosos, a los nueve judíos y al samaritano, y es el único que puede y quiere salvarte a ti y a mí.
Te preguntarás: ¿Cómo lo hace? ¿Cómo lo ha hecho?
Decía el profeta Isaías, cientos de años antes de la llegada de Jesús, que el Mesías: “…será herido por nuestros pecados; ¡molido por nuestras rebeliones! Sobre él vendrá el castigo de nuestra paz, y por su llaga seremos sanados” (Isaías 53:4).
Las llagas de los leprosos, tu pecado y el mío, todo fue sanado por las llagas de Jesucristo, y por su obra en la Cruz, donde Él murió en nuestro lugar, para darnos a nosotros el perdón, la restauración, y la vida que dura para siempre y que no tiene fin.
Hoy, la fe nos trae a Jesucristo, a ser agradecidos por lo que Él ha hecho por nosotros. Hoy, junto a aquél samaritano, nosotros también lo adoramos a toda voz, y nos arrojamos a Sus pies para decirle al Señor: ¡Gracias! Gracias porque por ti tengo perdón por mis pecados, gracias porque por ti tengo la vida eterna, y que es mía gracias a la fe que salva, que transforma, que renueva, y que perdona. Gracias Jesús por sanar mis heridas, y porque un día, yo estaré en esa multitud de redimidos, junto a creyentes de todas las naciones, que serán reunidos por ti, y que vivirán contigo para siempre. Amén.
Recuerda que este, y todos los mensajes de Para El Camino, llegan a ti para que sepas que Jesús te ama, y quiere tu salvación, y la salvación de todos. Comparte este mensaje con aquellos a tu alrededor, y recuerda también que, si tienes preguntas o quisieras conocer más acerca de Jesús, puedes ponerte en contacto con nosotros aquí en Cristo Para Todas las Naciones. ¡Nos encantará conocerte! ¡Que Dios te bendiga!