Para El Camino
"Jesús te ama a pesar de todo"
Presentado el 13 de octubre
Rev. Dr. Hector Hoppe
© 2024 Cristo Para Todas Las Naciones
TEXTO: Marcos 10:17-22
Jesús salía ya para seguir su camino, cuando un hombre llegó corriendo, se arrodilló delante de él, y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie que sea bueno, sino sólo Dios. Ya conoces los mandamientos: No mates. No cometas adulterio. No robes. No des falso testimonio. No defraudes. Honra a tu padre y a tu madre.» Aquel hombre le respondió: «Maestro, todo esto lo he cumplido desde mi juventud.» Jesús lo miró y, con mucho amor, le dijo: «Una cosa te falta: anda y vende todo lo que tienes, y dáselo a los pobres. Así tendrás un tesoro en el cielo. Después de eso, ven y sígueme.» Cuando aquel hombre oyó eso, se afligió y se fue triste, porque tenía muchas posesiones.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
En este encuentro entre un hombre importante y Jesús se desarrolló un diálogo que dejó a los discípulos con la boca abierta y bastante desconcertados. Pero sobre eso hablaremos en otro momento. ¿Cómo reaccionaremos nosotros a la enseñanza del pasaje bíblico de hoy? Rogamos que el Espíritu Santo nos guíe e ilumine para que encontremos las respuestas de Dios a nuestras preguntas más profundas.
Jesús ya está en el último tramo de su vida terrenal. Sabe lo que se avecina: su arresto, el juicio, la confusión de la gente, el miedo y la desorientación de sus discípulos, y la angustia de su familia que verá cómo todo se desmorona. Se dispone a seguir su camino a Jerusalén cuando alguien llega corriendo. Mateo, Marcos y Lucas describen a esta persona que viene a Jesús como joven, muy importante, un maestro que posiblemente enseñaba en la sinagoga y sumamente rico pues poseía muchas propiedades. Aquí lo vemos que viene corriendo. Hay algo en su pecho que lo hace salir de la comodidad de su riqueza para venir a Jesús y ponerse de rodillas delante de él. A simple vista es un hombre que lo tenía todo: fortuna, juventud y respeto social.
Sin ningún preámbulo ni presentaciones de su identidad le dispara a Jesús lo que seguramente le está molestando en su corazón: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para ser salvo?" El joven rico sabía algunas cosas de Jesús, sabía que era una buena persona. Reconoció en él a alguien especial que podía tener una respuesta a su inquietud. Jesús lo escucha y corrige inmediatamente la percepción de quien es bueno para el visitante: bueno es solo Dios. Es más, bueno no es nadie más. Esto quiere decir que no hay persona en el mundo que sea buena, tampoco el visitante que está de rodillas ante Jesús. Aquí Jesús ya establece una separación entre el Dios bueno y su criatura pecadora. Pero claro, aunque esta información es de suma importancia, es demasiado fuerte como para ser digerida en unos pocos minutos, sobre todo si toda la vida uno se cree ser suficientemente bueno para agradar a Dios.
Jesús prosigue entonces comunicándose con el joven, poniéndose a su nivel. Le habla de los mandamientos de la segunda tabla, esos que tienen que ver con el amor al prójimo. Cumplir los mandamientos de Dios lleva a cualquier persona a la vida eterna. El problema es ¿quién los puede cumplir si no hay nadie que sea bueno? Porque no se trata de cumplirlos en forma externa. Se trata de cumplirlos a la manera de Dios, de todo corazón o, mejor dicho, con un corazón limpio, y ¿quién tiene un corazón inmaculado donde no haya ningún vestigio de codicia, envidia, celos, enojo y chismerío?
El hombre rico tampoco comprendió esta respuesta de Jesús. Concluyó que él los había cumplido desde que era joven. Aquí viene la parte más importante de este diálogo: "Jesús lo miró, y con mucho amor le dijo: 'Una cosa te falta: anda y vende todo lo que tienes, y dáselo a los pobres. Así tendrás un tesoro en el cielo, después de eso, ven y sígueme'."
El joven rico lo tenía todo: riquezas, juventud, y estatus social. Mejor dicho, tenía casi todo, porque él sabía que le faltaba algo. El evangelista Mateo registra estas palabras del visitante. "He cumplido [los mandamientos] desde mi juventud. ¿Qué más me falta?" (Mateo 19:20). El mismo joven sabía que le faltaba algo y que tal vez Jesús tuviera la respuesta. Lo que no sabía el joven es que la salvación eterna no se logra cumpliendo los mandamientos. Tampoco sabía que lo que él era y tenía, riquezas y estatus social, eran un estorbo para entregar su corazón a Dios. Lo que no sabía el joven era que Jesús era bueno a la manera de Dios porque él era Dios, y que el tesoro que le esperaba en el cielo era Jesús mismo.
Jesús, el bueno, el que está encaminándose a Jerusalén para sacrificarse por los pecados de todo el mundo, miró a este hombre y con mucho amor le habló. ¡Cómo me hubiera gustado estar ahí para ver la mirada de amor de Jesús! Para un joven desesperado, para un mundo desesperado, la imagen de Jesús mirándonos con amor es la imagen más poderosa que podamos ver. ¿Dónde está esa imagen? Aquí mismo, en este pasaje, donde Jesús le dedica tiempo a un hombre afligido y responde a sus preguntas con absoluta franqueza.
Hay dos cosas que me llaman mucho la atención en este encuentro. Primero, que el joven "se afligió y se fue triste". Ciertamente, qué tristeza que, teniéndolo todo, se fue sin nada. La otra cosa que me llama mucho la atención es que Jesús no cambió su discurso cuando el joven no reaccionó como él hubiera deseado. Porque Jesús vino a morir por él. Su amor por él era legítimo. Y aunque Jesús se duela porque su ofrecimiento es rechazado, cambiado por las riquezas de este mundo, no presiona al joven, ni lo amenaza, ni le dice: vende algo para dárselo a los pobres. Jesús no negocia con él, ni con nadie. Y lo deja ir. Es de notar también que esta historia, como muchas historias en las Sagradas Escrituras, no nos dice cómo sigue. Eso me da esperanza de que tal vez, solo tal vez, la mirada de amor de Jesús quedó grabada en el corazón del joven y en algún momento el Espíritu Santo lo acercó nuevamente al Jesús resucitado y ascendido para darle aquello que le faltaba. Pero para nosotros, la historia del joven rico termina aquí, mientras que la historia de Jesús continúa.
Jerusalén está esperando. Allí se dirige Jesús con sus discípulos. En los días siguientes se tomará el tiempo de predicar, sanar, purificar el templo, visitar a sus amigos en Betania y celebrar con los suyos la Pascua. Vendrán soldados con lanzas, espadas y palos y se lo llevarán preso, mientras los demás observaran despavoridos lo que está sucediendo, sin dar demasiado crédito a sus ojos. Y la muerte de Jesús llega finalmente, un viernes como a las tres de la tarde, y el sol se oculta para obligar a la creación a guardar luto por la muerte de la única persona buena que jamás caminó por esta tierra. Y en medio de la incredulidad, el desconcierto y la desazón de su familia y sus seguidores Jesús, desde temprano en la mañana el domingo después de su muerte, vuelve a andar por el camino para encontrarse con aquellos que fueron de los suyos.
Ascendido a los cielos unos días más tarde, Jesús comenzó a preparar el lugar para todos los que recibieron la misericordia de Dios mediante el perdón de los pecados obrado por él. Allí está el tesoro que le prometió al joven rico. Ese tesoro es él mismo, que en santidad perfecta acompañará por toda la eternidad a los que, desestimando toda autosuficiencia espiritual, cayeron de rodillas delante de él para recibir el don de la vida eterna.
Hoy Jesús sigue caminando en medio de su iglesia. Viene a nosotros mediante su Palabra, el Bautismo y la Santa Cena para darnos aquello que más nos falta: el perdón de nuestros pecados. Jesús sabe que no somos buenos a la manera de Dios, que nuestro corazón se ata demasiado a la vanidad y al egoísmo, y que por naturaleza ni siquiera tenemos el poder de salir de esa situación a menos que Dios obre en nosotros. Jesús viene a traernos la paz de saber que él tiene cuidado de nosotros desde ahora y para siempre. Nos mira, y con mucho amor nos envía a usar de los dones recibidos para cambiarle la vida a nuestro prójimo. Y cuando eso pasa, cuando Dios nos envía a servir a nuestro prójimo, tal vez sentimos que el prójimo no se merece nuestra ayuda. ¡Vaya excusa! Si el prójimo no se merece nuestra ayuda, nosotros tampoco merecemos que alguien nos ayude. Dios sabía que por nuestra desobediencia no merecíamos nada, absolutamente nada. Sin embargo, nos miró y con amor nos dijo: He entregado a mi propio Hijo para pagar por el castigo que tú merecías y para darte un tesoro en el cielo. Todavía hoy, Dios no discute, no argumenta, no explica ni suplica ni negocia, él solo advierte y promete, y lo hace con mucho amor.
La advertencia de Dios es que, si no oímos su voz y arrepentidos recibimos su perdón, viviremos miserablemente esta vida, afligidos y tristes, como el joven rico que desperdició la oportunidad de seguir sin ataduras materiales al Salvador y Señor Jesús. La advertencia de Dios apunta también a lo eterno. Dios no es mezquino, nunca lo fue. El apóstol Pablo dice que, si Dios "no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?" (Romanos 8:32). Y así, llegamos a la promesa de que Dios, solo porque es bueno, y sin que lo merezcamos, nos dará la vida eterna gracias a la obra de Cristo.
Las advertencias de Dios son una confirmación de que el infierno existe y que el castigo eterno para los pecadores que no se arrepienten es real. Las promesas de Dios son una confirmación de que el cielo y la salvación eterna existen para todos los que recibimos el perdón de nuestros pecados por la obra de Jesús.
Y mientras estamos en este mundo estaremos rodeados de muchos pobres, pobres de moral, pobres de esperanza, pobres de dinero, pobres de compañía y pobres de ánimo. A todos ellos Dios les provee a través de los dones que nos dio a nosotros, los cristianos. Los dones que Dios nos ha dado, cualesquiera sean ellos, son para servir al prójimo y cumplir así el segundo mandamiento más importante: "Ama a tu prójimo como a ti mismo." ¡Qué hermoso encargo nos ha dado Dios! ¡Qué privilegio! Poniendo manos a la obra, no nos iremos de la presencia de Jesús afligidos y tristes, sino que permaneceremos con él para continuar su obra de redención en este mundo. Dios quiere alcanzar, por medio de nosotros, a muchos más.
Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a ver cómo Dios te promete en Cristo la salvación eterna y cómo te equipa con sus dones para que puedas ayudar a tu prójimo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.