Para El Camino
"Residente permanente"
Presentado el 25 de abril
Dr. Leopoldo Sánchez, Predicador invitado
© 2024 Cristo Para Todas Las Naciones
TEXTO: 1 Juan 3:16-24
En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Así también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Pero ¿cómo puede habitar el amor de Dios en aquel que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano pasar necesidad, y le cierra su corazón? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto sabemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestro corazón delante de él, pues si nuestro corazón nos reprende, Dios es mayor que nuestro corazón, y él sabe todas las cosas. Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios, y recibiremos de él todo lo que le pidamos, porque obedecemos sus mandamientos, y hacemos las cosas que le son agradables. Este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como Dios nos lo ha mandado. El que obedece sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. En esto sabemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que él nos ha dado.
Si alguien te preguntara dónde vive Dios, ¿qué le dirías? ¿Adónde mora el Altísimo? ¿Adónde habita?
Por lo general, la gente en el mundo de habla hispana piensa que Dios vive en el cielo, que Dios tiene su casa allá arriba, en lo alto, por encima de la tierra. Esta forma de pensar viene del mundo de la Biblia.
Cuando Jesús les enseña a sus discípulos a orar, empieza diciendo: "Padre nuestro que estás en los cielos". Se nos presenta el cielo (o los cielos) como la casa o habitación de Dios. La imagen del cielo nos recuerda que Dios está por encima de nosotros. Su poder y santidad lo distinguen de todo ser humano. Pero Jesús también habla del cielo como el lugar de la comunión de los seres humanos con Dios. Le dice a sus discípulos: "en la casa de mi Padre hay muchos aposentos," y luego les dice que, después de su ascenso al Padre "voy a preparar un lugar para ustedes" (Juan 14:2-3).
En el uso de la lengua castellana, el cielo a menudo es sinónimo de Dios y sus bendiciones. En un episodio de Don Quijote de la Mancha, el Quijote se encuentra con un personaje de nombre Roque, un bandido que se siente mal por sus pecados y quiere cambiar su estilo de vida, ser una mejor persona. Al contrito Roque le dice el Quijote: "Vuestra merced está enfermo, conoce su dolencia, y el Cielo, o Dios, por mejor decir, que es nuestro médico, le aplicará las medicinas que le sanen . . . su conciencia". En el mundo del Quijote Dios es, por decirlo así, el Cielo que derrama sus bendiciones sobre nosotros. Dios es el Cielo que consuela nuestra conciencia.
En una de sus canciones, titulada La Mora, el cantautor panameño Rubén Blades narra la historia de un pretendiente que se enamora de una mora, una mujer gitana de tez morena. Al final de la canción, le dice el pretendiente a su mora: "¡Que el cielo te colme de habichuelas!" Que equivale a la expresión: "¡Que Dios te colme de bendiciones!" Vemos nuevamente que el cielo es el lugar de la morada de Dios, desde donde nos envía sus habichuelas, sus bendiciones.
En la Biblia, cuando Dios desciende del cielo, tenemos un signo de la gracia de Dios para con los pecadores, una señal de que Dios no solo habita en lo alto sino que quiere habitar entre nosotros para darnos su perdón y salvación. En el capítulo 57, versículo 15 del libro del profeta Isaías, Dios nos dice dónde habita: "Yo habito en las alturas, en santidad, pero también doy vida a los de espíritu humilde y quebrantado, y a los quebrantados de corazón". Dios habita allá, pero también acá. Tanto así que el apóstol Juan nos recuerda, en el primer capítulo de su evangelio, que el Hijo de Dios se encarnó, nació de María, para habitar entre nosotros. El Hijo de Dios descendió de los cielos para morar en la tierra con los quebrantados de corazón, y para morir por ellos en la cruz para así darles vida eterna, comunión con Dios y una morada con su Padre en los cielos. Porque el Altísimo ha bajado y dado su vida por nosotros, "hemos conocido el amor" de Dios (1 Juan 3:16). Jesucristo mora con nosotros, pero también por amor a nosotros, es decir, a nuestro favor, para nuestro beneficio. Con Jesucristo, el cielo ha llegado a la tierra. Gracias a Jesucristo, el Cielo nos ha colmado de bendiciones.
Cuando el apóstol Juan habla de la habitación de Dios entre su pueblo, utiliza la palabra permanencia. Se trata de una presencia íntima y constante de Dios en el mismo ser, el mismo corazón, de la persona agraciada. ¡Que misterio tan profundo! ¡Qué bendición celestial! Dios, quien mora en lo alto, se digna descender y morar en nosotros, y lo quiere hacer de forma permanente. Habitar de forma permanente en algún país es el sueño de muchos inmigrantes. En las leyes migratorias de las naciones se distingue entre el turista que visita un país por un período breve y el inmigrante que reside o anhela residir de forma permanente en el país anfitrión. De forma similar, Dios no quiere morar en nosotros solo por un ratito, sino todo el tiempo. No quiere visitarnos solo de vez en cuando, como si fuera un turista que viene y se va después de un tiempo, sino que quiere ser el inmigrante del cielo que viene a residir permanentemente en nuestros corazones.
¿Cómo entender esta habitación de Dios en el creyente? ¿En qué consiste? En 1 Juan 3:24 encontramos la respuesta: "En esto sabemos que él [Dios] permanece en nosotros: por el Espíritu que él nos ha dado". Se trata del Espíritu Santo, el residente permanente que mora en cada creyente. En la narrativa del Espíritu que Juan relata en su evangelio, el Espíritu Santo primero desciende del cielo y permanece en el Hijo de Dios. En el bautismo de Jesús los cielos se abren y el Espíritu de Dios desciende, una señal de la gracia de Dios para con nosotros. Y luego, ¿qué pasa? Juan nos dice que Jesús, sobre quien el Espíritu desciende y permanece, también bautizará a otros con el Espíritu (Juan 1:33). El Espíritu encuentra en la humanidad del Hijo de Dios su residencia permanente. Nos dice Juan que el Hijo tiene el Espíritu de Dios sin medida, sin restricción, de manera plena (Juan 3:34). En la plenitud del Espíritu que permanece sobre él, Jesucristo lleva a cabo su misión en obediencia al Padre y sacrificándose por nosotros hasta la cruz. Pero el Hijo no es mezquino con el Espíritu que mora en él, sino que promete enviarlo a sus discípulos para que more en ellos también, para que permanezca en ellos por siempre. Les dice: "Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador, para que esté con ustedes para siempre: es decir, el Espíritu de la verdad . . . ustedes lo conocen, porque permanece en ustedes, y estará en ustedes" (Juan 14:16-17). Jesús es el portador y dador del Espíritu. El mismo Espíritu que permanece en Jesús permanece en sus discípulos.
¿Qué beneficios celestiales trae consigo esta maravillosa habitación del Espíritu Santo en nuestros corazones? Juan nos dice que la permanencia de Dios en el creyente tiene como fruto la permanencia del creyente en Dios. Se trata de una íntima comunión con Dios que no es producto de la obediencia humana sino de la gracia de Dios mismo. Esta permanencia del creyente en Dios depende completamente de la permanencia del Espíritu de Dios en el creyente. Es un regalo inmerecido. Puro don divino. Y esta habitación permanente en el creyente tiene como fin que el Espíritu Santo, como un experto escultor, le vaya dando a su vida la forma de Cristo. Así como el Espíritu permanece sobre Jesús de tal forma que éste hace la voluntad de Dios en su obediencia al Padre y al amar al prójimo, asimismo el Espíritu Santo permanece sobre nosotros para ser imitadores de Jesús. Porque Dios mora en nosotros por su Espíritu, nosotros somos guiados a ser como Jesús, amando a Dios y al prójimo. Este amor a Dios y al prójimo resume los mandamientos, la voluntad de Dios, y es el fruto de la presencia del Espíritu en nuestros corazones. Por eso nos dice Juan: "El que obedece sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. En esto sabemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que él nos ha dado" (1 Juan 3:24; cf. 1 Juan 4:13).
Porque Dios nos ha mostrado su amor por medio de su Hijo Jesucristo y ha derramado su amor en nuestros corazones por medio de su Espíritu Santo, somos llamados a vivir según este amor en nuestro trato con nuestros semejantes, empezando con nuestra propia familia en la iglesia. Por eso, Juan nos enseña que así como Cristo "dio su vida por nosotros. Así también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos" (1 Juan 3:16). Y luego nos habla de las implicaciones de la habitación del amor de Dios en nuestros corazones: "Pero ¿cómo puede habitar el amor de Dios en aquel que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano pasar necesidad, y le cierra su corazón? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad" (1 Juan 3:17-18). En otras palabras, si el amor de Dios en Cristo y su Espíritu mora en nosotros, entonces no podemos actuar en contra del mandamiento de Dios. Nos dice Juan: "Este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como Dios nos lo ha mandado. El que obedece sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él" (1 Juan 3:23-24a). Así pues, el discípulo de Cristo no actúa un día como si Dios no morara en su corazón, y otro día como que sí lo hiciera. No debe pensar que debe amar a otros como Cristo lo ama solo cuando el Espíritu viene de turista por un tiempo a visitarlo, sino que ama a otros como Cristo lo ama porque conoce íntimamente al Espíritu como el residente permanente de su corazón.
¿Cómo saber si el Espíritu habita en nosotros? A Juan le gusta mucho el verbo "saber" o "conocer." Este saber no quiere decir que tienes inteligencia porque eres un gran erudito. Se trata más bien del saber la revelación de Dios, un conocimiento que solo Dios nos otorga. Se trata de una sabiduría de lo alto que nos ha sido dada y recibimos por herencia cuando Dios nos hizo sus hijos: "Miren cuánto nos ama el Padre, que nos ha concedido ser llamados hijos de Dios. Y lo somos" (1 Juan 3:1). Y porque somos sus hijos adoptados, también pasamos a ser parte de una familia, hermanos en Cristo, la iglesia. Ser miembros de esta familia implica nuevo conocimiento. Ahora que conocemos el gran amor de nuestro Padre que él nos ha manifestado por medio de su Hijo, la pregunta es: ¿qué hacemos con este conocimiento? Juan nos da la respuesta: "En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Así también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos" (1 Juan 3:16). Conocer el amor es, entonces, practicar el amor. Pero Juan va más allá y nos dice que el amor "puede habitar" en los hijos de Dios. Es una realidad más permanente. Al tratar a nuestros hermanos con amor, nos damos cuenta de quiénes somos de verdad. De hecho, Juan lo dice de esta manera: Cuando amamos no "de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad . . . sabemos que somos de la verdad" (1 Juan 3:18-19). Saber, conocer el amor que habita en nosotros, es vivir guiado por la verdad que viene de lo alto. No se trata de un amor pasajero que viene y se va, sino de un amor sólido que permanece con nosotros—un amor verdadero, por decirlo así, que viene de Dios y dirige nuestras vidas.
Juan tiene un nombre especial para el amor que habita en nosotros, para la verdad que nos guía. Se trata nuevamente del Espíritu Santo. De hecho, Juan lo llama "el Espíritu de verdad" porque nos abre los ojos a la revelación de Dios en Cristo, nos lleva a la fe en Cristo, quien es "el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6). "Sabemos" que Dios permanece en nosotros porque nos ha dado este Espíritu (1 Juan 3:24). Este "Espíritu de verdad" no lo "conoce" el mundo, pero los hijos de Dios "lo conocen, porque permanece con ustedes, y estará en ustedes" (Juan 14:17). Este Espíritu que habita en nosotros será nuestro maestro, nos enseñará la verdad. Nos enseñará a obedecer los mandamientos de Dios, es decir, a creer en el Padre que envió a su Hijo, y a amarnos como Dios nos ha amado en Cristo (1 Juan 3:23; 1 Juan 3:11; cf. Juan 14:21, 26).
Cuando el amor se enfríe y la oscuridad nos tiente a pecar contra Dios y nuestros hermanos, a desobedecer los mandamientos, Juan nos llama a la oración porque "confianza tenemos en Dios, y recibiremos de él todo lo que le pidamos" (1 Juan 3:21-22a; cf. 1 Juan 5:14). Pidámosle entonces a Dios que su Espíritu de verdad, el residente permanente que habita en nuestros corazones, sea nuestro maestro y guía que nos haga recordar que somos hijos de Dios y nos dé el conocimiento de lo alto para saber cómo amar. Ven, Espíritu Santo, y habita en nosotros. Permanece en nosotros y, como buen escultor, danos más y más la forma de Jesús que por su gran amor dio su vida por nosotros. Sé tú, Espíritu Santo, el residente permanente de nuestras vidas. Haznos instrumentos de tu amor. Amén.